14.12.14

Hoy

Llegó el día. No aguanto más. En términos de expectativa por la gloria posible, este fue el mejor año futbolístico de mi vida. Perdimos el mundial por muy poco. Lo vi y lo disfruté de un modo inmejorable, rodeado por mis queridos, con un poco más de calma que los mundiales anteriores. Hoy, con ese espaldarazo, estamos frente a la posibilidad de consagrar a Diego Milito como el último gran héroe de este Racing posmoderno. 

Antes del mundial no tenía expectativas. La especulación y la sobriedad de Sabella me fueron cargando de pasión: terminé llorando por la posibilidad perdida, por no ver a Messi levantar el objeto más hermoso del mundo (la copa FIFA) pero orgulloso por el equipo, por Messi, por Mascherano, por Romerito, por todos los que lograron ese equipazo, compacto como pocos, ganador. Cuando empezó este torneo de transición vi los dos primeros partidos y les dije a los amigos, como cada año: podemos ser campeones. Hay material. Después vino el partido con Tigre en la tercera fecha y perdimos 4 a 0. Después le ganamos a Arsenal, y después los carneros fanáticos de Racing, que en el fondo anhelan un club chico, se ocuparon de ensuciar el comienzo del trabajo del entrenador. 

Si hay algo que detesto del hincha de Racing fanático y pedestre, ansioso y boicoteador, mediopelo, es su reproducción imbécil de lo que hacen los demás hinchas, y su mala lectura del pasado. Hay un perfil de hincha de Racing que no entendió de qué manera se hizo grande el club. Son cortoplacistas, exigen la recuperación inmediata de una gloria que duró varios años y que se fundó en muchos más. Y no entendieron el tono de la grandeza. Se creen una mezcla de Boca River. La última semana de agosto, Diego Cocca, nuestro entrenador, declaró a la prensa lo que pensaba en la víspera del clásico con Indebendiente. Dijo lo que cualquier sensato hubiese dicho, teniendo en cuenta la paternidad del rojo sobre nosotros y el presente del equipo en formación: dijo “prefiero perder con Indebendiente pero pelear el campeonato”. Perdimos. Jugamos mal. ¿Y qué dijeron los hinchas? Que se vaya Cocca. Los clásicos se ganan, antes que cualquier cosa. 

El episodio representó la mierda más pedestre del hincha de Racing, que además de estar acostumbrado a perder con Indebendiente y Riber, tiene la osadía de ofenderse. 

Colgaron banderas pidiendo la salida del entrenador. Colgaron banderas castigando al arquero, que fue el único tipo que trabajó todos los días desde que llegó al club para que no nos empachen de goles durante los mandatos de los técnicos de mierda que contrataron entre Zubeldía y Cocca. Los clásicos se ganan, andate Cocca. 

Y ahí están esos putos ahora, oliendo el éxito, disminuidos y aterrorizados por la posibilidad del fracaso, como todos los que hicieron de Racing un equipo chico. 



Pase lo que pase, este momento es muy especial simplemente porque estamos disfrutando. Porque se puede disfrutar. Racing fue un club grande de verdad, alguna vez. No lo digo por decirlo: me lo contaron. Mi papá. Algunos amigos futbolistas de mi papá. Algunas cosas las vi con mis propios ojos. Tuvimos equipos de temer. Racing tenía una sede de primer nivel, infraestructura de club social, un estadio grande de verdad, canchas, piletas muy importantes para la época, colonias de vacaciones, excelentes inferiores, dirigentes eficientes. Racing fue un club grande de verdad. Ahora hay algunas cosas que le devuelven cierto olor a esa grandeza: sobre todo, las ganas de ser positivos. En este momento, entonces, en que los hinchas carneros cuelgan banderas de disculpas, me quedo con el repaso mental y fotográfico que hago cada vez que estamos cerca de algo grande. Son pocas las veces, por eso lo hago. No sé qué pasará esta noche, pero sé que me hice hincha de un club por su pasado grande, y por sus últimas décadas de sufrimiento y aguante, más allá de todo. 

Dejo unas fotos que me dan alegría, para colaborar con la buena onda. En una aparezco sobre el verde césped, el día que mi papá nos llevó a conocer a la gran Tita Matiussi, institución de aquel Racing grande. Fuimos en familia. La Tita vivía en un departamento abajo de la tribuna, en una de las esquinas del campo de juego. La parte de atrás de su casa daba justo a la esquina, donde pasaba el foso de agua. Ella ponía un tablón y así llegaba a la cancha, que era su patio y la oficina de su padre. El verde césped fue su patio durante décadas y décadas. Su padre era el canchero del club, desde mucho tiempo antes. Creo que antes de que construyeran el Cilindro. Tita Matiussi lavaba las camisetas de los jugadores. Los aconsejaba. Les ponía la oreja. Sabía todo. Les daba la merienda a los chicos de las inferiores. Por ahí pasó mi padre. Una tarde me llevó a conocerla, y la pude abrazar. Entré a su departamento. Estaba pintado de celeste y tenía cientos de retratos de jugadores que habían pasado por ahí. Entré a la cancha gracias a su propio tablón de madera. En la foto aparezco con una de las remeras que más usé en mi vida: la de mi ídolo en mi primera adolescencia. El mago Rubén Oscar Capria. Eso sí es memorable: admiraba tanto la pegada de Capria que hasta un día me topé con una remera con su nombre, en un super de Avellaneda, y la hice mía. 



La otra foto es aún más memorable: una formación de la primera de Racing, año 1968. El Racing campeón del mundo, el Racing grande. El equipo de José. Antes los equipos formaban con los dos arqueros. Se me escapan algunos nombres, pero otros no: arriba, de izquierda a derecha, Montilla, arquero cordobés que ese día jugo; Basile, Perfumo, el panadero Díaz, Nelson Chabay, no me acuerdo cómo se llama el otro y, por último, mi viejo, Horacio Vigna. Abajo: creo que Raffo, Rulli, el Chango Cárdenas, uno que tampoco me acuerdo cómo se llamaba y el bocha Humberto Maschio, que era el Milito de ese momento (ya había pasado por Europa). El niño mascota es otra gran incógnita: ahora debe tener como 50 años y debe estar también ansioso, como la puta madre. 

Vamos con todo. Salute.




11.12.14

¿Primero un pie, después otro, la sonrisa dañada?
¿Y cómo se pasa por encima del dolor?

8.12.14

Despertar y tenerte aquí

Cuando despertó, Dinosaurio se había ido. Lo habían bautizado con ese nombre tres o cuatro noches antes, sentados en el porch de la cabaña. Se acercó a una velocidad ridícula, primero entre los árboles y luego por el césped, hasta el comienzo de la escalera. Recién allí notaron su problema en las patas. 
Por algún desorden de crecimiento, quizás una mutación genética, llegó lanzándose de cara contra el suelo, a cada paso. Sólo así podía avanzar. Un paso, un golpe autoinfligido. Discutieron el nombre mirándolo, con la noche inmóvil y los grillos de fondo. Dinosaurio o Tiranosaurio. Ella se inclinaba por la designación amplia, él por rendirle homenaje a esas dos patitas delanteras inconclusas, tan cortas que no le permitían adoptar el perfil de un cuerpo convencional (hasta propuso llamarlo “Rey”). Decidió ella, desde su sillón, mirándole los ojos hambrientos y espejados. 
—Dinosaurio —dijo. 
Había aparecido sin explicación. Lanzándose de cara una y otra vez hasta la escalera del porch. Allí pasó los días, acompañándolos, comiendo los restos de la pareja. 
Cuando él despertó (tarde y solo, como siempre) quiso sentir la frescura del aire y darle los buenos días. Lo había hecho cada mañana desde su llegada. Hizo crujir las maderas del porch con los pies desnudos. Miró el bosque, y luego el entorno inmediato a la cabaña: nada. No había ojos, ni respiración cansada, ni pasto apelmazado. La comida todavía estaba allí. Pero ni un sonido de Dinosaurio al caminar.

26.11.14

Militancia

Hace doce años y once meses me encontraba llorando frente a un televisor 29 pulgadas, en el barrio Jardín de la ciudad de Neuquén, y por estar tan lejos de Avellaneda no me quedó otra que filmar el televisor, con una Sony HandyCam temblequeante. Recuerdo la textura de la manopla de tela y cuero de la filmadora, rozándome los dedos flacos. ¿Tierno? ¿Triste? No. Coherente. Soy hincha de Racing. Siempre nos falta algo. Soy hincha de Racing quizás porque mi papá jugó en Racing, pero ahí está el alma de Racing: mi papá es hincha de Boca. Hace doce años y once meses me era tan increíble lo que estaba viendo que, mientras lloraba, y veía a Bastía, Milito, Campagnuolo y Vitali en calzones montados al travesaño oeste de estadio José Amalfitani, también filmaba el televisor. Hoy esa escena es más palpable que el campeonato logrado. 

Hoy, a cuatro días de que Racing juegue en el Gigante de Arroyito con Central, todo se remueve. Hace casi trece años que no podía vivir la sensación de tener chances de algo. La expectativa de estar en carrera hasta el final para alcanzar un campeonato. Escribo esto por los condimentos especiales: nunca me hubiese imaginado que este momento llegaría en Córdoba, donde nunca supe que iba a establecerme; nunca supe que este momento iba a tardar tanto. Nunca imaginé que llegaría este momento, tanto tiempo después, con Milito representándonos en el área contraria, y por sobre todas las cosas nunca imaginé que iba a tomarle tanto cariño a Belgrano de Córdoba, y al patetismo del fútbol cordobés, como para que hoy, a cuatro días del domingo, sienta una alegría especial por el hecho de que este Racing, imperfecto como siempre pero ofensivo como casi nunca, tiene entre sus filas a dos leones: Luciano Lollo, a quien vi fallar innumerables rechazos en el Gigante de Alberdi, y Ezequiel Videla, que se merece todo el placer del mundo por el trabajo que está haciendo. Lollo y Videla, los dos cordobeses que vi de cerca en los últimos años, constituyen la columna vertebral de este Racing que llega con chances. La punta de la columna es Milito, al que filmé en bolas hace trece años. 

No importa si no llegamos. Con esto adentro del cuerpo, y con este texto, suficiente como para tirar unos años más.

2.10.14

6.8.14

El libro “Los Próceres” está dedicado a mi abuelo Rodolfo Arrufat. Él fue quien disfrutaba más del fútbol en mi familia cuando yo era chico, aun con los antecedentes de mi padre, ex arquero profesional: a él lo miré para aprender a asimilar la enfermedad de la pelota, y las formaciones, y los nombres, y las camisetas. Rodolfo era un tipo abatido, apagado, casi todo el tiempo, pero cuando hablaba de fútbol, o recordaba viejos equipos, se le llenaba el cuerpo de vida. Tenía un televisor marca Saba, de 29 pulgadas, en el living de su casa (un living apagado, abatido), que ya era un aparato viejo cuando lo conocí: carcasa de madera, pantalla inmensa y semejante a una mitad de pelota de fútbol vidriada. En esos años (fines de los ochenta), las pantallas de los televisores eran tan curvadas, tan convexas, que parecían una pelota saliendo de una caja. El televisor Saba exageraba esa sensación, por su enormidad. Ahí nos sentábamos los dos, a oscuras, para ver los partidos de los torneos de verano en Mar del Plata (lo visitábamos en vacaciones), y a veces algún partido del seleccionado argentino. Recuerdo con muchísima precisión dos partidos. Un superclásico que Boca le ganó holgadamente a River 2 a 0, en Mar del Plata, con un gol de Batistuta que infló la red mientras el referí, Juan Carlos Loustau, se cubría del bombazo dentro del arco, y un partido de la Copa América Chile 1991 en el que Argentina venció a Perú 3 a 2 con un gol de Diego Fernando Latorre (acabo de darme cuenta que Maradona le puso a su último hijo el nombre de Gambetita) y uno del ¡Turco Claudio Omar García! Esos dos partidos los vimos en el Saba 29 pulgadas, a oscuras. Y como siempre, porque era una ley, veíamos la transmisión por tele pero escuchábamos el relato por radio. Mi abuelo Rodolfo, ya desde esa época, no soportaba a los relatores de la tele; sobre todo al carnero macrocéfalo de Marcelo Araujo. Lo que yo no sabía en esos primeros años de vida era que su relator preferido terminó siendo mucho más detestable que Araujo: mi abuelo Rodolfo escuchaba a José María Muñoz. 
Una de las cosas que hacía Rodolfo para mí, especialmente los sábados antes del almuerzo, era prepararme un vaso trago largo de granadina con soda. Y una de las cosas que yo hacía para él, especialmente los sábados después del almuerzo, cuando todos se iban a dormir la siesta y sólo quedaba el canto reprimido de sus canarios en el patio interno de la casa, era dibujarle futbolistas, en pequeñas hojas lisas, con una birome azul. Esa era mi forma de agradecerle su atención y sus ganas de hablar de fútbol conmigo. Todavía tengo la sensación certera, y orgullosa, de mi mejor dibujo en esas tardes mudas de sábado. Mi mejor desempeño fue un retrato a cuerpo entero de César Orlando Labarre, un arquero sobrio (olvidable) y prolijo que atajó algún tiempo en el club de sus amores. Todo esto que acabo de escribir, entonces, es para llegar a ese destino. El club de mi abuelo, que justo en este momento goza de un presente histórico. Mi abuelo Rodolfo era hincha fanático de San Lorenzo. Un club que nunca me gustó. Nunca. Él me contó el origen de su sentimiento: su padre lo había hecho de San Lorenzo porque tenía los mismos colores que el Barcelona de España, club del que mi visabuelo (parece) era hincha. 
Recuerdo muy bien la alegría de Rodolfo cuando vio el dibujo de César Labarre. Lo guardó entre sus papeles, con su meticulosidad habitual. En este preciso momento, San Lorenzo está jugando por primera vez en su historia la final de la Copa Libertadores de América. Rodolfo murió en el año 1999. Hoy estaría nervioso, serio y enfermo, como siempre, pero con toda la vida adentro, vibrándole en su pequeño cuerpo. Por todo esto, por la gratitud y el cariño hacia lo que fue, y porque aún lo extraño, hoy voy a alentar a estos cuervos horribles y agrandados. Frente a mi televisor de pantalla inexorablemente plana. Para informarle las novedades. Y para estar un poco con él.

24.2.14

“Soñé que iba en un auto
manejando
y había una vieja al lado
con una bebé
hermosa
era.
Y la bebé era yo también
y la vieja decía
‘pobrecita
es huérfana no tiene a nadie en el mundo’
y yo agarraba a la bebé
a mí misma
y me la sentaba en las piernas
y furiosa le decía a la vieja
‘esta bebe me tiene a mí,
¿entendés?
Yo la cuido
no está sola.’
Y la tiraba del auto
a la vieja
y nos íbamos yo y yo escuchando música
con mi ser bebé a upa.”

5.2.14

15.1.14

Juan Gelman (1930-2014)

"Cohabito con un oscuro animal.
Lo que hago de día, de noche me lo come.
Lo que hago de noche, de día me lo come.
Lo único que no me come es la memoria. Se encarniza en
palpar hasta el más chico de mis errores y mis miedos.
No lo dejo dormir.
Soy su oscuro animal."

11.1.14

Hace un instante la ciudad estaba tan desierta como para escuchar con un detalle lisérgico el raspaje de cada zapato sobre el asfalto. La cadencia del caminar azotando el suelo, de a poco, como un eufemismo de lo inútil, y yo pensando en lo que no puedo, en lo que no podré, en lo que no alcanza, en lo que quise y no llegué, en lo que ya no tiene sentido empujar. Venía deslizándome hacia la casa por la cuesta descendente del orden, enumerando las piedras, pensando en lo que extrañaré hasta morirme, en el intento vano de hacer despertar el milagro, en la pesadilla del peso real de la pérdida, cuando de pronto, bajo los árboles hundidos en la espesura, un pájaro cantó. Concreto. Sin pretensiones. La noche tenía, y aún tiene, varias figuras invisibles por delante. El cielo seguirá bajo y negro por un tiempo, pero un pájaro cantó, armónico, imposible de observar, con una voz opuesta a la temperatura. Un pájaro cantó hace un instante. Un pájaro único en su gesto, que cantó justo cuando pensé que no llego, y que ya no llegaré, y que la potencia no me alcanza, y que para qué insistir con la pureza del alma si no se ve. Nadie la ve. Para qué insistir, si no se ve. Para qué buscar el entendimiento, si no se comparte. Para qué comunicar, para qué esperar el decir, si todo está tan callado, tan dislocado, tan decidido. 
Un pájaro desde la nada cantó, discutiendo dos cosas. El sentido de lo que no se puede hacer vivir, y el invierno. 
En el fondo es la hermosura de las palabras. La espera llegada al límite. En el fondo de las cosas está la hermosura de las palabras, como la única salida frente al sentido muerto. Es la hermosura de las palabras lo que no sirve para nada. Es esa hermosura lo que cantó el pájaro, lo que sigue cantando, lo que seguirá cantando hasta el último fondo de las cosas. El último fondo. Lo que no se toca.