8.9.13

Ahí va la Negra

Mataron a la Negra. Parece que tres perros la acorralaron, cerca de la reja de la casa, en Cipolletti, y la hirieron de muerte. No sé mucho, pero me dolió escuchar lo que escuché, en la voz de su verdadera dueña, mi madre. La Negra era la gata más vieja que hubo en la casa de buena parte de mi adolescencia; el animal que marcó la agenda desde que nos mudamos a las orillas del río Neuquén. No fue la primera gata, pero sí la segunda, madre de la tercera, y la jefa de la casa. Fue adoptada por la familia después de haberla visto pasar, casi todas las tardes, por el trayecto que unía nuestra casa con el lecho del río. Nunca supimos su edad. Se veía relativamente joven, pero mayor a la gata que ya habitaba la casa. Y quizás por eso (quizás no) lo que más se veía y se palpaba en su rostro era su sabiduría de calle. Qué pedazo de animal, por favor. Antes de vivir con nosotros pasaba, casi todas las tardes, con su paso cansino, por entre los arbustos y los árboles que vestían el lecho del río. Cuando el agua bajaba, ella hacía del lecho su bosque inconmensurable. El suelo frágil, húmedo o seco pero siempre movido, y sorpresivo: los troncos de los árboles distribuidos por el azar, los arbustos podridos y secos al mismo tiempo que buscaban crecer para llegar a la luz, y ella siempre camuflada por el color que le dio la naturaleza, siempre paciente, siempre midiendo el entorno. Disparando rayos por los ojos. Porque acá mismo pueden ver el poder que se escondía en los ojos de esa gata. ¡Por favor! La mirada: si hubiesen visto esa mirada, en sus años de moza. Dos filos de fuego, emitiendo un calor autónomo al calor de su cuerpo. Y digo filos porque difícilmente uno podía verla con los ojos completamente abiertos: sólo lo hacía (al contrario del sentido común) cuando estaba bañada por la confianza, sobre la falda de sus dueños, o cuando intuía la presencia del atún. Sólo en esos momentos uno podía disfrutar la redondez de sus ojos, y la sugerencia de sus pupilas contraídas. Porque claro, imagínense lo que era este animal por las noches: era la nada misma emitiendo calor, cobijada por un silencio aún más sutil que la nada (un silencio aún más sutil que su espectro), y los ojos bien abiertos pero, naturalmente, negros: las noches hacían de la Negra una sombra más hábil que la luz, una bestia contenida en frasco chico con los ojos absolutamente abiertos pero absolutamente negros, las pupilas forzadas y apenas un minúsculo contorno dorado, lo único que permitía a un humano comprender el umbral, de noche, entre sus ojos y sus pelos. Qué animal, por favor. Qué discreción. A diferencia de las otras gatas, ella sabía todo. Y no se confundan: que la hayan herido de muerte tres perros no quiere decir que la Negra haya olvidado, sino que su cuerpo, quizás, ya no respondía como antes. El cuerpo traicionó, no lo dudo, su costumbre de altanería y provocación. Porque la Negra los provocaba. Como sabía todo, los provocaba. He visto perros desorientados frente a su calma, ladrando como hienas vestidas de domesticidad. He visto perros que no se animaban a comérsela en soledad. Mano a mano, no podían avanzar. También la he visto, naturalmente, en la huida: su paso cansino se transformaba en la habilidad más desarrollada de una pantera, cuando la cosa se le ponía densa y tenía que escalar algún tronco para que no la arrebataran. Era extremadamente ágil. Sí, como todos los gatos. Pero la agilidad y la calle hacían de ella una gata aún más ágil. La agilidad no deja de ser una valoración: miramos los programas de National Geographic, miramos a cazadores y a presas correr y evaluamos el mundo: ese animal es ágil, decimos cuando la chita alcanza al venado. Sí. Una cualidad demostrable. Pero conocer el cuerpo y además la mente de un animal también permite ampliar la valoración. La Negra era más hábil que cualquier otro gato que conocí. ¿Por qué? Porque he tenido que salir corriendo, varias veces, al núcleo de los disturbios para espantar perros. Y en esas corridas la he visto forzar su cuerpo para salvarse. Y en medio de esos arrebatos de tensión la he mirado, luego de la tormenta, para putearla, para preguntarle, mirando la copa de algún árbol, “por qué me hacés pasar por esto, Negra”, y ella respondía con una calma de otro planeta, sin una gota de alarma, conociendo cada gaje de su oficio. Ella sabía perfectamente lo que implicaba ser una gata de la calle, y haber crecido en el lecho de un río, entre animales que superaban a los perros. Ella conocía su capital: el silencio y la calma. Aún cuando necesitaba el cuerpo en su máximo potencial. 
 Vieran qué gata era. Cuando chico, cuando el tiempo sobraba, les sacaba fotos a las gatas de la casa, con la cámara que heredé y que aún utilizo, mi mejor rifle. Les sacaba fotos mientras descansaban. Tres gatas durmiendo en la pasividad de las tardes patagónicas, a salvo del frío o por fuera del calor, rodeadas por la estepa árida, como cada uno de nosotros. Tres animales dejando pasar algo. Las fotos nunca salían con el mismo tono: cada animal soltaba su impronta, su indecibilidad. Como pueden ver en esta foto, la Negra hacía de cada toma un verdadero evento visual. Un momento de sumisión humana ante el aura de la bestia. Yo lo sabía: apretaba el gatillo para todas las gatas, pero al llevarlas a revelar esperaba el encuentro con los filos de fuego. Ésta que comparto es la última foto que le saqué con la máquina analógica. Ella dormía, con los ojos herméticos, y por lo tanto sólo era una lengua negra, sin matices, sobre un acolchado rojo (sólo el sol le daba relieve). Me detuve minutos y minutos, en esa tarde, esperando ver el fuego. Lo recuerdo. Esperé mucho. Y nunca abrió los ojos. Hasta que le dije: “dale, Negra”. Y ella hizo eso. Y ahí hice click. 
Ustedes lo pueden ver. Eso que está allí, es lo que era. Un halo de misterio en la ausencia total de color. Un halo de misterio hirviendo párpados adentro. La mataron, pero no importa. No lo merecía, pero podría haber muerto de esa manera mucho tiempo (muchas veces) antes. Sólo me duele en el alma pensar que sufrió. Pero ella sabía sufrir. Sabía todo, ya lo dije. Sabía todo. Estaba vieja, superaba los 15 años, el cuerpo se le había comenzado a caer. Su hija, la Grisi, siempre tuvo una simpatía desmesurada, y heredó parte de su misterio, pero nunca pudo superarla, en ningún sentido. Y todos, en la casa, lo vimos y lo aceptamos. La Grisi siempre será su hija, porque además de hija era su segunda. Más allá de lo filial. Nunca marcó la agenda como su madre. Nunca aprendió de su sabiduría. A la Negra la mataron tres perros en torno a su morada, pero yo les quiero decir que los perros se le abrían paso. Qué animal se fue, por favor: ¡los perros se abrían paso ante su paso cansino, creyéndola una pantera! Ante los perros era una pantera. La miraban pasar, en cámara lenta. Esos tres que le quitaron la vida deben sentir el orgullo de haber matado una bestia salvaje, con los ojos llenos de soledad y fuego. No es poco, para una jauría, matar una pantera. 
Si existen las almas, la Negra ahora debe estar atravesando minuciosamente el lecho del río Neuquén. Debe haber caminado desde Cipolletti hasta el río, con velocidad, y al llegar al lecho habrá aminorado el paso, como quien llega a las líneas de su mano, a los caminos primordiales. Si existen las almas de los seres vivos, ahora la Negra debe estar avanzando con una precisión oriental (las almohadas de sus patas apenas rozando la tierra) por entre los troncos de los árboles, sorteando en la lentitud los desniveles y los pequeños restos de agua, barriendo con sus bigotes las telarañas rotas, buscando eso que siempre encontraba por las tardes, cuando se caía el sol y el frío se separaba del agua como una piel. La pequeña pantera disparando con los ojos, aceptando y ocultándolo todo: ahí va, mírenla, ya sé que no la ven, pero yo sí.



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