6.12.12

Granitos

Pide con señas que saquemos el colchón desnudo, escondido debajo de la cama, y lo hacemos. Eugenia me advierte lo que está por venir, me prepara con una combinación de ojos y sonrisa. El único fresco posible brota del piso de granito, bruñido como un espejo, y se sostiene en el aire apenas por la penumbra de la habitación. Sobre la cama, un gran ventanal apenas permite el paso de la luz, gracias a la persiana baja. (Disparos de sol se imprimen en el frente del placard). Más lejos, en el vértice opuesto al filtro de la ventana, la puerta sí abre paso a una franja concreta de claridad. Y Vicente ya está bailando, sobre el colchón. Y transpira. Eugenia, frente a mí, sonríe. Tiene los ojos envejecidos pero la ternura intacta. Sufre el calor pero no me lo hace saber: apenas puedo distinguirlo en la ondulación de su flequillo, que en otro clima suele estar liso. Veo su calor en el brillo húmedo que le nace de la juntura entre el pelo y la piel. 

Gime y grita, flexiona las rodillas y gira sobre su eje, alza las manos y prueba el límite de los dedos, de las muñecas. Gira y aplasta el colchón como un astronauta fuera de sí, eufórico en los movimientos pero lento y torpe por su desconocimiento del real equilibrio. Parece querer rapear; no hay música, estamos inmersos en un silencio casi absoluto, pero Vicente tensa la espalda y luego la suelta, exige la repetición de los brazos, se arquea y gime, sonriendo, hasta que se lanza hacia delante. Abandonado. Es un ciclo rarísimo, pero el baile y los giros lo llevan cada tanto a aflojar todo el cuerpo, sin el miedo de lo brusco. 

Grita con las manos, estira los dedos, salta, prueba, gira, balbucea canciones imposibles de traducir y se lanza, de cabeza al colchón. Cae con el peso muerto: ¡Uh! Decimos con Eugenia al mismo tiempo, y nos reímos. Tiene la frente bastante bien, le digo. Dentro de todo sí, dice ella, y me sonríe. El abandono dura menos de cinco segundos, y otra vez la energía toma su cuerpo; se levanta con la torpeza repetida, gira una, dos veces, agita las manos. Vuelve a girar. Sus piernas ceden y no; estamos atentos al instante preciso en que perderá el equilibrio y saldrá del terreno acolchonado para abrirse la piel. Pero no cae: ríe y transpira. Tiene el pelo mojado. Los ojos de un celeste grisáceo, plenos y movedizos. Baila cuatro o cinco giros más, mientras atendemos a una posible caída, y entran los chicos por la puerta, ocupan los flancos del colchón más desguarnecidos. Somos cuatro forjando un perímetro y Vicente bailando, estrellándose de cabeza contra la gomaespuma. Nicolás y Santiago entienden y ríen. Nos miramos los cuatro. Echados en el suelo, cubiertos por la penumbra del cuarto en la tarde de domingo, sintiendo la frescura y la dureza del granito, dejamos los brazos sueltos esperando el desbande. Sin pensarlo armamos un corral humano, una soga gruesa y ondulante que nos une. Vicente registra la extensión de la seguridad y se vuelve aún más loco, agita sus manos rapeando, gira y balbucea, y se lanza. Queda muerto de cara al colchón, sin fuerza. Le apoyo mi mano en la espalda, y le despego el cuero. Lo masajeo y todo su cuerpo se mueve. Apenas siente la extensión de mis dedos, apenas se siente tapado, hace un ruido con la boca. Copio su ruido y le muevo toda la piel de su espalda, y después le doy golpes porque eso es lo que quiere: que le tiemble la voz. Solo se aparta y vuelve al baile. 

Todos sobre Vicente, dice Nicolás cuando vuelve a cumplirse el ciclo. Vicente se abandona y Nicolás arma un pequeñísimo escudo que lo cubre y Santiago se lanza sobre Nicolás y yo sobre Santiago. Eugenia se ríe. Vicente la mira y también. Después volvemos a nuestras posiciones y Vicente vuelve a bailar. 

En vez de hablar, esperamos que rebote contra las sogas del corral que armamos. Cada tanto pierde el equilibrio y sale despedido por la misma fuerza centrífuga que genera con sus giros; lo atajamos, lo devolvemos al centro del colchón. 

La primera vez que vi a Eugenia de noche, por fuera del colegio, tenía 13 años. Se ataba el pelo lo más tirante posible y usaba minifaldas, borcegos y medias blancas de algodón. Era más insegura que el tiempo. Santiago también tenía 13 cuando lo conocimos: sólo usaba camisetas de fútbol, y no hablaba con nadie. Apenas pestañeaba. A Nicolás lo conozco de más chico. Lo vi dejarse crecer el flequillo rubio hasta el borde de la comodidad, cuando apenas estrenábamos las dos cifras de edad. Lo vi morderse el flequillo en los tiempos muertos de las tardes de verano. Ahora es domingo y estamos viejos. Rodeamos un colchón desnudo, en el centro de una habitación en penumbras, en la ciudad de Buenos Aires, donde ninguno de los cuatro nació. Es domingo y estamos viejos y sonreímos como testigos que somos de la creación. El centro está tomado por Vicente, un futuro hombre que Eugenia, la de los borcegos y las medias, la promesa del hockey juvenil neuquino, la chica de la habitación estilo alcoba en lo alto de su casa paterna, soltó de su vientre un verano atrás.

No hay ruidos, nos sabemos cansados y seguros de seguir midiendo y a la vez ignorando al tiempo. Pronto el baile acabará y damos las gracias con la voz invertida, desplegada hacia el centro del pecho, esperando el regreso del calor y la luz, todo lo que resta para que Vicente salga caminando hacia la cumbre de un nuevo objetivo.