26.1.12

Out of Bounds

Ayer fui a sacar el auto y otra vez me volvió a pasar. Antes de abrir la reja vi un gato echado contra la rueda trasera izquierda. Abrí la reja, despacio, y no se movió. Chau, dije. Un gato que no registra un movimiento cercano está chau. Me acerqué despacito. Lo chisté, y nada. Me acerqué un poco más, pensé en tocarlo con la zapatilla pero me pareció demasiado invasivo, así que busqué una rama y la acerqué a él: nada. Y lo toqué con la rama. 
El gato, claro está, no se movió. Estaba muerto. La rama le removió apenas el pelaje, no modificó más que eso, el peinado de su lomo. Pero lo que quiero decir con este texto es lo que me sucede en la mente un instante antes del contacto, el estado en que me sumerjo durante los pocos segundos previos a tocar la muerte de un animal. Nunca toqué una persona muerta, sólo toqué animales muertos. Tres veces a animales de un tamaño decente. La primera no sentí nada porque se trató de un accidente, de una escena espantosa. Mi padre había vuelto a nuestra casa a media mañana, en un horario raro, a buscar papeles. Su presencia ya rompía un orden y se olía en el aire, era extraño para todos: para mí, que estaba adentro de la casa y lo vi entrar acelerado e irse acelerado, para él, que notó sin duda algo fuera de lugar, y para la mañana misma, que estaba nublada. Él entró, buscó papeles y salió apurado. Cuando sacó el auto de debajo de la pérgola, Cazote, el gatito que era de mi hermano, cagó fuego. Se había puesto atrás de un neumático trasero para aprovechar el calor del auto recién apagado. Es un lugar recurrente para los gatos: buscan, generalmente, el calor de los autos. Se ponen detrás de las ruedas, se meten incluso dentro del motor y los suele agarrar el ventilador. Cazote se había puesto detrás de una rueda, era chico pero no bebé, y mi padre no lo vio. Yo sólo escuché los gritos y lamentos de él, entrando de sorpresa (por segunda vez) a la casa. Decía “le maté el gato, le maté el gato, me va a matar, me va a matar”. Cuando salí, escuché apenas una fricción rarísima contra el cemento del piso, y vi chorritos de sangre que volaban y caían ahí nomás, ya delante del auto, porque mi padre le había pisado parte de la cabeza. La pérgola había quedado vacía y Cazote estaba agonizando de la peor forma, soltando estertores, arqueándose sin control, sin forma, mientras se desangraba. Las últimas fuerzas que lo hacían mover coincidían con un cierto orden de latidos, ráfagas de la última sangre que pasaba por su cuerpo antes de escapar por su cabeza malherida. Esto lo cuento así, minuciosamente, porque me lo estoy sacando de encima por primera vez. Eso fue desgarrador para mí: vi al gato perder sus fuerzas, perder la vida, según su pulso, según los bombazos de sangre que le restaban dentro del cuerpo, como un conjunto de olas que van menguando, hasta apagarse. Durante todo este proceso, sólo atiné a quedarme parado junto al animal, recibiendo el desparramo de sangre en mis piernas, mientras lo que quedaba de él se revolcaba sin sentido por el cemento, hacía contorsiones inentendibles para un animal sano. Mi padre también miró, apenas, desde atrás del auto. La cosa es que cuando esos latidos últimos perdieron caudal, cuando ese tránsito oleado de la última sangre menguó, Cazote mismo quedó latiendo, demostrándonos cómo se le escapaba la energía, ya sin violencia pero con una agonía insoportable. Entonces tuve una reacción que jamás pensé posible en mí: reventarlo. Que terminara de reventar, darle fin a lo mal que la estaba pasando. Dejar que toda su sangre parara de una vez por todas, que pudiera cruzar el umbral sin seguir pasando por eso. Ahora me remite a una escena común de los veranos, cuando vamos al lago Mari Menuco con Nico, salimos a andar un poco en lancha, y al caer la tarde decidimos sacarla del agua. En ese último trayecto que solemos hacer hacia el embarcadero, Nico me pide que le saque la manguera al tanque de nafta. Entonces el motor de la lancha consume toda la energía que le queda dentro, ya no tiene contacto con el exterior (el tanque). Y así nos vamos acercando a la costa. De a poco, desacelerando, con los últimos centímetros cúbicos. Hasta que el motor se apaga, queda seco. Cazote pasaba por eso cuando pensé en reventarlo. Entonces miré a los costados y había dos ladrillos grandes. Tomé uno y me paré sobre él, que apenas se ondulaba en el cemento, y calculé para tirárselo en lo que le quedaba de cabeza. Quise hacer fuerza y no pude. Pensé entonces en dejarlo caer, en que el trabajo lo hiciera la gravedad. Entonces cerré los ojos y dije “dale, pelotudo”, y cuando los abrí él ya no se movía. Por fin había muerto del todo. Mi padre tampoco estaba: sin darme cuenta, él se había subido al auto y había escapado a su trabajo, sí, escapado a su trabajo para dejarme ahí solo. Tiré el ladrillo a un costado y quedé parado unos minutos bajo la pérgola, con el cielo nublado encima y el silencio del barrio donde vivíamos (nuestra casa estaba pegada al río Neuquén). Quedé mirando el desparramo de sangre que había por todas partes: el piso, mis piernas, la pared del living. Miré a Cazote. 
Después de un rato fui a la cocina y busqué una bolsa del Wal Mart. Volví al lugar del hecho y volví a mirar el resultado del accidente, como un policía llegando a la escena del crimen. Algo ya se me había cambiado adentro, tenía el mismo asco pero unos grados más de coraje. Ni pensé en guantes. Agarré la bolsa con la izquierda y cuando me agaché, me puse a llorar. Tomé a Cazote por el lomo. Estaba caliente, y muy flojo, con una ausencia total de tensión en su cuerpito. Pero su cabeza era un infierno. El neumático le había reventado un tercio del casco, todo un ojo había desaparecido y se le veía el filo del cráneo y lo de adentro. Cuando lo metí en la bolsa, se le soltó el único ojo que le quedaba y quedó colgando del nervio, como una bolita tirando de un hilo. Fue tremendo. Pude meter todo el animal en la bolsa pero su cabeza quedó alzada, porque el ojo se me metió por el agujero de una de las manijas de la bolsa. Entonces tuve que destrabarlo con mi mano derecha. Cuando lo destrabé, terminó de caer al fondo de la bolsa. Y así moqueando como estaba la cerré y busqué, junto al asador de la casa, una pala, y encaré hacia el río. Crucé la calle y me interné en el bosque que separaba al curso de agua de la urbanidad. Busqué un lugar bien húmedo. Hice un pozo torpe y tiré la bolsa, y le clavé tres palitos ahí junto al bulto, queriendo hacer un homenaje pelotudo, ajeno a lo que había pasado. Un accidente. 
Ayer, cuando fui a sacar el auto y vi al gato echado que ni se mosqueó con mi presencia, pude reconocer lo que había sentido esa vez que cagó fuego Cazote. Me pasó de nuevo, y ahora me lleva a escribirlo. Es el instante previo lo que me sacude frente a la muerte de un animal, la constatación: el hecho de haber llegado a la reja, haberlo visto echado, entender en ese mismo instante fugaz que para un gato es imposible no percatarse de ese movimiento e inaugurar, allí mismo, la conjetura fuertísima de la muerte. Lo que me sacude, y lo que me sacudió antes, es la certeza de la muerte del animal y aún así la prudencia al acercarse, el chistido imbécil que le hice, como si así pudiera despertarlo de lo único absoluto. Si desde el momento en que la escena misma, mi presencia y un gato echado junto al auto, ya daban por cierto lo peor, ¿para qué chistarle, buscar una rama, tener el miedo de tocarlo con mi pie? No lo sé. Sin embargo, hice todo así, con miedo y asco y prudencia, mientras sabía (mientras en esos mismos actos sabía) que el gato no podía sino estar muerto. Eso fue lo que me pasó con Cazote. Lo supe muerto en cada estertor que atestigüé ahí junto a él, vi cómo se le escapaba la vida en cada chorrito de sangre, en cada golpe que se daba contra el piso, y así y todo algo en mi cuerpo reaccionaba con un cuidado insólito, como si al moverme rápido o al tirarle el ladrillo pudiera dañarlo de más, herirlo de muerte. Sólo me pasó con animales, pero se ve que la insistencia de la vida es tal que uno hasta cuida al muerto con sus formas, como si la muerte requiriera la misma atención que la vida, la misma dedicación moral. Me sale, evidentemente, ser educado, prudente y cariñoso con los animales muertos, en ese mismo momento en que sé que están muertos y empieza el reflejo contrario. La resistencia a entenderlo es tal que mientras se materializa la certeza de lo ya escrito, uno aporta la cuota de duda suficiente como para actuar con sigilo por si algo, aún, vive.

Supongo que pasará lo mismo con las personas. Pero entonces, ¿por qué es mucho más "digerible", para la mayoría, la muerte de un animal? ¿Porque no habla?

Dejé la reja abierta y fui a tocarle el timbre al Alejo, que vive en la casa vecina a donde guardo el auto. Me atendió en cueros, como casi siempre. “Otra vez me tocó vivir lo mismo”, le dije. Me miró atento: “no, no es nada grave”, dije. “El gatito que anda siempre por acá, está muerto al lado del auto. ¿No me prestás alguna bolsa?” Fuimos los dos, con dos bolsas de consorcio y algunas bolsas de supermercado. Estaba oscuro el lugar del auto. Me enfundé las manos con las bolsas chicas y me acerqué al animal. Era el mismo gato que encontraba ahí mismo, cuando llegaba tarde sobre todo, y las luces lo sorprendían pelotudeando o jugando entre las plantas. El efecto de la sorpresa en los ojos reflectantes. “Me da un asco esto”, dije, hablándome, y Alejo me dijo que si quería lo hacía él. 
 A diferencia de Cazote, éste estaba duro como un zapato en el techo. Lo agarré de las dos patas de atrás, y hasta la cola, enrollada hacia arriba, mantuvo su forma. Podría haber jugado al ping pong con su cuerpo. Era una tabla. Alejó abrió las bolsas, lo tiré adentro. Después las cerró y nos miramos. Pensamos qué hacer. Finalmente colgamos la bolsa de un palo de luz, para que estuviera fuera del alcance de los perros. Sólo pensamos en que el camión de la basura se lo pudiera llevar sin demasiado lío. 
Salí en el auto, finalmente, y fui calladito hasta la casa del Seba, a ver el superclásico. Pedí perdón por la demora y les conté a él y a Miriam, su madre, que había encontrado al gato de la cuadra muerto junto al auto. Me senté a ver el partido, y al rato llegó un mensaje de texto a mi celular: Alejo Cel mostraba el remitente. 
Hice la de siempre, esto mismo: armé la historia. Pensé que los perros habían llegado a la bolsa. Que se habían apoderado del cuerpo del gato, quizás, por su dureza, envenenado, y que así se habían envenenado todos los perros de la cuadra. Pensé que algún perro había robado el cuerpo del gato y lo había dejado en el garaje, o en la puerta de Alejo, o en el medio de la calle hasta que lo pisara un auto. Opciones había a roletes, pero como siempre tuve que abrir el mensaje. 
“El gato está out”, decía.

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