20.1.12

El Efecto Necochea

Un turista cualquiera intentó cambiar la dirección de la sombrilla en medio de un viento único, sorpresivo, pero algo falló. Por la secuencia de los movimientos que intentaban evitar el descuajeringue, o por la furia misma de la ráfaga en cuestión (una ráfaga que los diarios, la mañana siguiente, bautizaron "Necochea"), la sombrilla se soltó de sus manos y salió a ras de la arena a una velocidad pocas veces vista. Rebotó una vez, siempre abierta y estirada; dio un tumbo, luego otro, y volvió a girar sin cerrarse, acelerando: como a cien metros del campamento original tomó una posición definitiva, opuesta al efecto de un paracaídas, y voló, horizontal, sin tocar el suelo, durante veinte o treinta metros, al revés de lo imaginado, con el palo en punta al frente, empujada por el viento de cola, hasta el pecho de otro padre de familia que apenas levantó la vista (tenía un tejo en la mano) sintió una estocada perfecta, violenta, en el centro del pecho, justo debajo del esternón.
La sombrilla lo traspasó con tal precisión y velocidad que terminó saliéndole por la espalda más de treinta o cuarenta centímetros, para luego clavarse otra vez en la arena, clavando también al futuro muerto como una estaca. El viento se calmó en ese preciso instante en que el hombre vio, por última vez, la armadura interna de una sombrilla, los fierritos desde abajo. El lado de adentro.
Los bañistas corrieron despavoridos a socorrerlo, pero era casi tarde. Los hijos de la víctima, un nene y una nenita que habían recogido algunos tejos en el ínterin del vuelo, soltaron todo y cayeron arrodillados junto al cuerpo tieso y atravesado al medio por el caño blanco. Fue la nenita y su impulso veraniego la que acercó una oreja a la boca sangrada de su padre ido, para escuchar las últimas palabras, quizás un último deseo.
–Tengan ojo... –le dijo el hombre–, con... –dijo–, el agua.
Y se desvaneció.

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