19.10.11

Vitalogy, o El estudio de la vida

Ayer soñé bravo. Me jugué la vida en el sueño, a la manera que siempre pongo en práctica cuando estoy despierto. Tenía que viajar en avión y me enteré que en ese mismo vuelo viajaba Pearl Jam. Los vi subir a todos: Jeff Ament con la sonrisa de siempre. Subí al avión y dejé una campera en mi asiento, y se ve que tuve que salir de nuevo por alguna cosita, porque cuando volví a entrar lo vi subir a Vedder, y lo seguí desde atrás. Caminó todo el pasillo hasta su asiento: le había tocado frente a mí. Literalmente, porque el avión tenía filas de asientos enfrentadas, como un tren. Vedder frente a mí: los dos del lado del pasillo. Corrí la campera y me senté, y lo miré. Él estaba tranquilo, como siempre. Me miró y después buscó la ventanilla. Habrán pasado no más de treinta o cuarenta segundos y no aguanté más. Y en el mismo sueño practiqué, ensayé, la manera más simple que tenía a mano para explicarle todo lo que me pasaba adentro, pero en inglés. Ahora me doy cuenta que todo ese pensamiento, ese cálculo, la inseguridad y la duda de qué palabra tenía que decir, fue exactamente igual en el sueño a cómo sucede en la vigilia. Entonces busqué las palabras, hablé como indio inglés, ya lo sé, pero me miró, me escuchó, y me entendió. Lo traduzco acá: le dije Eddie, mirá, vos estás sentado acá adelante mío y esto para mí es como un sueño hecho realidad, no tenés idea la dimensión que tiene tu presencia tan cercana. Él sonreía a medida que iba entendiendo y yo seguía explicándole que compré el primer disco de la banda cuando todo empezó a ponerse miserable, cuando empecé a ver de reojo que la cosa no era tan sencilla, y que desde ahí ya no pude volver a pensar las cosas como eran antes de pasar la cortinita de la miserabilidad y la tristeza. Le dije que después de Vitalogy nada podía volver a ser como entonces, como antes. Vedder me habló. Demostró, en el sueño, que podemos ser amigos, porque después la secuencia del relato saltó a otro momento en el que ya no estábamos arriba del avión y yo parecía acompañarlos a hacer algo en la previa de un concierto. El final de todo esto es que seguí con la misma sensación de excitación y emoción en el cuerpo, en la mente, y sobre todo seguí con el cálculo. Lo raro y nuevo de todo lo que me pasó allí, en este capítulo de la "segunda vida" (los que dicen que vida hay una sola, no sueñan), es que calculé, mientras me hacía amigo de Eddie Vedder, la fotografía perfecta. Nunca me saqué fotos con los músicos que admiro: tuve mil chances de pedirle a Luis Alberto y nunca lo hice, hasta tal punto no me gustan las fotos con artistas. Pero con Eddie crecí, aprendí, y se ve que toda esa mierda orgullosa se disvuelve ahí mismo, cuando la materia con la que se trata es visceral. Mientras Vedder hablaba, yo trataba de tomar decisiones sobre la foto definitiva. Eso era: una fotografía definitiva. Él hablaba y yo pensaba cómo hacerme sacar una foto que pudiera atravesar el tiempo: ¿usar el flash o no? eso le iba a dar una artificialidad que no se correspondía con la magia del contacto. ¿Y qué cara poner? ¿Mirar a cámara? Él lo iba a hacer, pero ¿yo también?
¿Cómo puede uno mirar a la cámara en la foto definitiva? Es ridículo. Uno tiene que dejar los ojos sueltos, en la misma dirección perdida o volátil que llevan los ojos cuando uno sueña el núcleo de la emoción del paso del tiempo. La dirección de los ojos plenos nunca es directa, concreta, achinada: los ojos de un hombre pleno, que está frente a cierto sentido de las cosas, guardan en sí un velo de preocupación. Es una maniobra estratégica e ideal para que los otros no te anden envidiando o hinchando las pelotas.
La foto, en el sueño, nunca se sacó. O no fue tradicional. La foto es ésta.

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