6.5.10

Grasas al Señor

(Para Graciela Ciccarelli)

1

El domingo 11 de abril de 2004 fue un día normal en el centro, hasta las siete y media de la tarde. A esa hora, un zapato negro y abotinado del señor Di Giorno cayó a los pies de la cama matrimonial, y se detuvo junto a una sandalia también negra de su esposa, la señora Di Giorno. Hacía ya unos meses que esos zapatos no se rozaban. Ella ejecutó una maniobra de otras épocas para levantarse el batón, flexionar al máximo las rodillas y sentarse encima de él: el señor Di Giorno, sorprendido, aprovechó el embate para bajarse el calzoncillo, aflojar las piernas, unir las manos por detrás de la cabeza y recién después suspirar. El sol entraba oblicuo por la ventana, y los encandilaba. La señora Di Giorno comenzó a moverse despacio, tratando de aplacar la rigidez de las caderas, pero el señor Di Giorno no quiso prudencia y le exigió velocidad. La señora cerró los ojos: se recogió el pelo y jugó a ser flaca, las flores de su batón se animaron. El señor, sin pensarlo, le acarició las piernas. Hasta que sucedió. La señora Di Giorno respiró fuerte por la nariz, e interrumpió el meneo. El señor Di Giorno levantó las cejas. Ella volvió a inhalar, con asco, y destrabó las rodillas: “asqueroso de mierda”, dijo, y escapó a la cocina.
El 11 de abril de 2004, a las siete y media de la tarde, Eduardo Obregón Sota dio por terminadas sus tareas dominicales y se dejó caer en el sillón del living. Estiró el torso hacia delante y aprovechó para bajarse las medias: arrugó todo lo que pudo la tela y se rascó el final de las piernas, la parte más fina, lo que antecede al tobillo; allí donde los elásticos dejan marcas sobre la piel. Y rió. Obregón Sota se rió porque no había nada mejor que rascarse una tarde de domingo, pero cuando empezó a sentir el olor se le rompió la sonrisa, y pensó que tenía que pegarse un baño. Se sacó las medias: el olor no venía de ahí. Ensayó una contorsión y se husmeó los dedos de los pies: todo estaba dentro de lo normal. Después siguió olfateando y llegó hasta la ventana.
Veinte minutos después, en la iglesia de los Capuchinos de Nueva Córdoba, el padre Caseratto –encargado de la misa de las siete– dio la orden a los asistentes para que se dieran la paz. En la primera fila de bancos, cerca del altar, esperaban la viuda de Moyanores y la viuda de Martinores, representando a las bi-varietales, y un poco más alejada la viuda de Nores, cristiana de una sola cepa. La iglesia estaba repleta. El olor avanzó por el pasillo central, paralizando en principio a quienes habían llegado tarde, y luego tomó por sorpresa al padre, que inmediatamente miró hacia el sector de las viudas y notó la desconfianza que ya existía entre ellas. Las viudas soportaron el primer acercamiento: se tomaron de las manos y se besaron, pero lo hicieron rápido y sin mirarse a los ojos. Un instante después los del fondo comenzaron a levantar la voz y el padre tuvo que pedir silencio a los gritos. Finalmente abandonó el altar y caminó por el pasillo hasta la explanada de acceso. Una vez afuera respiró hondo, y miró al cielo. La noche ya estaba creciendo sobre la ciudad. El tránsito se había detenido, y desde la plaza España bajaba una columna de gente en dirección a la avenida Vélez Sarsfield. El padre avanzó hasta la diagonal (detrás de él siguieron las viudas junto a todos los que participaban de la misa) con la intención de recoger alguna certeza: terminó interceptando a una chica que marchaba con una radio pegada a la oreja.
–¿Me puede decir qué está pasando, por favor? –preguntó el padre.
La chica lo miró y no le dijo nada.


2

La señora Di Giorno, su marido, Eduardo Obregón Sota y las tres viudas de la iglesia se conocieron frente a la Casa Radical. Las mujeres fueron las primeras en quejarse: luego de intercambiar miradas, la viuda de Nores le dijo a la mujer que tenía a su lado –la señora Di Giorno– que “no podía ser”, y motivó con ese gesto la participación de las otras viudas. Los hombres, en medio del diálogo, no tuvieron más opción que presentarse y escuchar las propuestas de los que intentaban organizar la marcha. Los más jóvenes pretendían llegar hasta el palacio municipal e improvisar un escrache. Otros hombres, entre ellos el padre Caseratto, se inclinaron por tratar de descubrir a qué olía la ciudad. Se decidió entonces formar una columna detrás del padre, y marchar así en dirección a la inmundicia. Seguir el olor, caminar hacia donde las narices lo indicaran. Por lo pronto, caminar hacia el río Suquía.
La columna de vecinos avanzó a contramano por Vélez Sarsfield y se fue nutriendo a medida que pasaban las cuadras. Nadie sabía de dónde brotaba el olor, como tampoco nadie podía decir a qué olía el aire. La señora Di Giorno estaba convencida de que se trataba de caca; otros creían que era una mezcla de aguas servidas y productos químicos liberados al ambiente. Al llegar a la calle Duarte Quirós se unió una pequeña fracción de murgueros que aprovechó el gentío para desplegar banderas del nuevo Partido Obrero Cultural. Una cuadra más adelante uno de ellos comentó que en la avenida Chacabuco habían reparado un aliviador cloacal: doblaron entonces por Caseros, y corrieron a toda velocidad para el este. Corrieron entre los autos detenidos, con las banderas como lanzas medievales, y frenaron recién al llegar a Chacabuco, que estaba totalmente desierta. Miraron para un lado: miraron para el otro. Olieron. Nada importante.
Los murgueros retomaron la marcha en el cruce de Colón y General Paz. En la esquina opuesta a la Casa Matriz del correo, un cartel luminoso –letras verdes deslizándose como una serpiente de noticias– informaba que el presidente seguía internado en Rio Gallegos y que eran las nueve y media de la noche. La versión más firme que se manejaba a esa altura –primero en las radios, después en la gente– hablaba de Dioxitek, una planta industrial de Alta Córdoba que solía descargar uranio y amoníaco al aire y a la red cloacal. Se decidió entonces llegar hasta el río –se decidió a los gritos–, pensando que allí el olor sería más reconocible. Sin embargo, en la boca del puente Centenario el padre Caseratto, las viudas y todos los que venían detrás –incluidos los murgueros– protagonizaron un hecho que nunca antes se había dado en la historia de la provincia de Córdoba. Parecía poco probable que semejante oleada viniera de esa zona, porque el viento –como alguien avisó tarde– avanzaba en sentido contrario, y entonces la marcha dio la vuelta. La inmensa columna de vecinos volvió por donde había llegado: todos giraron sobre sus pies, en silencio –caminar hacia atrás hubiera sido demasiado dudoso–, y caminaron para el lado de Colón.
En la esquina del correo –otra vez– hubo una inhalación multitudinaria. “Es caca con un poco de madera”, se dijo Obregón Sota. “Huele a un animal pudriéndose”, dijo otra señora que estaba cerca. Otro hombre sugirió cloacas con azufre. El padre Caseratto subió a una de las escaleras –las viudas lo esperaron abajo– y pidió silencio. Toda la gente calló: estaban cansados. Acomodándose la sotana, estirándola con los latigazos que las señoras hubieran ejecutado para ampliar una sábana, el padre hizo algunas preguntas que la mayoría creyó oportunas y convinieron, a partir de ahí, en marchar hacia Alberdi. Y salió la tropa. A la altura de la Plaza Colón, el olor tuvo otro cuerpo. Cientos de vecinos que esperaban en las calles aledañas se unieron a la columna principal y unas cuadras más adelante el olor ya era intenso, dulzón, y hasta provocaba arcadas en los más chicos. Las viudas usaron pañuelos para taparse la boca. Trataban de no pensar en la fatiga: escoltar al padre hasta donde fuera. Las ráfagas se entibiaron una vez pasada la gran loma de la avenida, cerca del Gigante celeste, y en el corazón de Alto Alberdi, por fin, la marcha se chocó con la potencia máxima de su objeto. Un hedor nauseabundo que caló las paredes de todas las casas, nubló los carteles publicitarios e hizo desaparecer autos, motos, trolebuses y colectivos. La avenida, como antes Chacabuco, estaba desierta.
–Es insoportable… –le dijo el señor Di Giorno al padre.
–Estamos cerca –dijo el padre Caseratto: los ojos achinados, la boca apretada.
En la esquina de Pedro Chutro la columna se detuvo de un modo distinto. El padre y cientos de personas miraron hacia el lado del cementerio San Jerónimo, y encontraron humo. Sin dar explicaciones, y sin proponer otra votación a todos los que venían detrás, se internaron en esa nube densa y caminaron despacio –giraban e intentaban respirar hondo cada cien metros– hasta la puerta enrejada del cementerio. El resto de la gente fue acercándose de a poco, todos los que se guiaban únicamente por el olor; una gran parte de la columna se agolpó en la plazoleta anterior a la entrada, donde había un Fiat Duna y un Ford Falcon estacionados. La concentración terminó siendo tan numerosa que ocupó la plazoleta y todo el largo de la calle, hasta el cruce con la avenida Colón. La policía –y sus adornos– intentó acceder con los patrulleros en clave bolichera pero no pudo. Los agentes debieron avanzar únicamente a pie, hasta la reja.
El padre Caseratto, escoltado por un grupo de chicos con camisetas de fútbol, se tomó de los barrotes de la puerta. A unos metros alcanzaba a ver un pabellón iluminado. Los empleados de turno –un sereno y un hombre de overol– se acercaron hasta la reja y le preguntaron al padre si había algún problema con toda la gente que daba vueltas.
–¡La gente quiere saber qué está pasando! –gritó el padre–. ¡Venimos desde el centro por este olor nauseabundo y ustedes no están enterados! Déjeme pasar, por favor –dijo.
–El cementerio está cerrado, padre –le dijo el hombre de overol.
–Usted está hablando con un hombre de Dios, carajo, mierda –dijo el padre. Las viudas lo escucharon desde atrás.
El hombre de overol abrió el candado y lo hizo pasar, calladito. Caminaron hasta la amplia sala con luz, entraron todos juntos y luego esperaron junto a un armario. Allí adentro no se olía nada.
–Estamos cremando por una orden del municipio. Es una tanda muy grande de cuerpos y decidieron hacerlo hoy domingo –dijo el hombre.
–Pero el olor… –dijo el padre Caseratto.
–Sí, es la grasa. Al combustionar se hace pesado. Por eso prefieren el domingo, que la gente se queda en las casas...
–Pero cómo puede ser que la grasa de una ser humano despida eso, usted nos está faltando el respeto…
–No es una, son muchas. La grasa de un cuerpo no hace nada. Todas las grasas juntas hacen esto.
El padre se quedó en silencio. Tenía la frente y los pómulos transpirados. Preguntó si se podía ver el sitio donde estaba el horno crematorio y le dijeron que sí se podía, pero así una miradita, rápido.


En la puerta de rejas esperaba la muchedumbre y algunos policías con las radios encendidas. El padre salió del cementerio a paso lento y habló con las personas que estaban cerca; después de unos minutos comenzó a brotar un murmullo entre la gente y unos hombres le pidieron que por favor informara a la gente lo que estaba pasando.
Obregón Sota y el señor Di Giorno acompañaron al padre hasta el Falcon estacionado y lo subieron al capó, sosteniéndolo de las manos. “Suba al techo”, le dijeron, y el padre, con miedo, lo hizo. Desde ahí podía ver las caras de todos los que habían marchado: eran miles. Se perdían hacia el cruce de la avenida. El padre Caseratto respiró, lejos ya del sabor que tenía acumulado en la boca, y dijo: “el Señor quiera perdonarnos y mantener estas almas en el reino de los cielos”.
Un silencio.
Y después otro.
Muy pocos lo habían escuchado.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, dijo después, y gritó por último “¡amén!”: los dedos sobre los labios, la vista perdida en el fondo de la noche.
“Amén”, dijeron los que estaban ahí nomás, bien cerca. “Amén, amén, amén” siguió la cadena a lo lejos, en un eco desigual –los murgueros no dijeron nada–; “amén” susurraron los que estaban bien al fondo y “amén”, casi como una tos, dijo un hombre a metros de una avenida Colón todavía desierta.
Era un hombre que creía ver a otro sobre el techo de un auto. Las gotas rancias en el alma de una ciudad vieja.


(Publicado en Revista Diccionario n°5, verano de 2009)

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