26.1.09

Mi Senda y yo (parte 1)

Para continuar la onda del texto anterior, había comenzado a escribir un tratado sobre el viento, que decía así en sus primeras líneas: “El servicio meteorológico nacional seguramente no lo dice, pero todo en esta casa silba. Todas las ventanas de esta casa silban”. Pero ese impulso se suspendió y ahora, que hay sol afuera, quiero escribir sobre otro ingrediente esencial de mi cotidianeidad aquí: el auto más viejo de esta familia, el Volkswagen Senda.

Puedo afirmar que todo comenzó en la segunda mitad del año 1994, cuando mis padres decidieron vender el Peugeot 404 que teníamos para comprar un auto cero kilómetro. Mi papá tuvo que viajar, y una noche acompañé a mi mamá al bajo neuquino porque un amigo de mi viejo les iba a comprar el auto. El tipo se dedicaba a eso. El Peugeot era un auto interesante. Quien alguna vez tuvo un Peugeot 404 puede compartir la certeza de su fealdad, pero también puede aflojar un poco la boca y confesar que no debe haber, en la historia, un auto más simpático que ése. En primer lugar, porque tiene los ojos redondos y saltones, y la cola en dos puntas, con dos faros medio mariposones, aunque si se lo mira de costado, es un carro robusto, redondo pero a la vez no, elegante pero al mismo tiempo ordinario, con llantas de rayos finos, y un detalle, en algunos casos, para esa época distintivo: techo corredizo. El nuestro era de color entre amarillo y mostaza. En términos comerciales-gastronómicos, algo así como color mostanesa. Llegó a la familia en parte de pago por algo que le debían a mi viejo, o también puede ser al revés, hoy no tengo un recuerdo nítido: capaz que mi viejo debía algo y entregó otro auto y le dieron ése. Lo cierto es que yo también presencié el comienzo del Peugeot: estaba en la oficina de mi papá, en el centro neuquino, cuando se lo estacionaron al frente. Fui con los grandes a mirarlo, y abrí una puerta, y me metí: la sensación fue la de abrir la puerta de una cámara frigorífica. Yo venía acostumbrado a una rural Renault 12. Todo, adentro, era feo y viejo. El cuero de los asientos estaba cuarteado, el tablero le debía varias boletas al progreso tecnológico, y el confort sólo estaba atravesado por la inmensidad de la cabina, una cualidad arrastrada de los viejos autos que se hacían acá, en nuestra patria. Lo más llamativo de todo, sin embargo, era el pasacasetes. Eso sí. Botones amarillos y verdes: por supuesto no tenía nada que ver con el auto, era más nuevo. Entonces salí y volví a la oficina, y busqué un casete, y volví corriendo al auto. No miré al cruzar. Entré cuando ya todos se habían ido, estábamos él, Peugeot, y yo, y le metí el casete con el miedo de quien mete por primera vez un dedo en una vagina y el ruido que salió de allí fue escalofriante: el pasacasete se tragó la cinta de una manera tan violenta que apenas alcanzó a sonar un acorde de no sé qué mierda y luego el acelere furibundo de los casetes dañados y, por supuesto, al final, el escape. Llegué a la oficina y mi papá me preguntó qué me parecía, y respondí: “el pasacasete no anda”.

Unos años después fuimos a venderlo con mi mamá, una noche en la que mi papá había viajado, y Emilio, así se llamaba el comprador, no sabía que en el lugar del acompañante, más precisamente en el suelo del lado del acompañante, había un hueco que tendría algo así como 25 centímetros de diámetro, y que si uno ponía los pies ahí se le iban directamente para abajo: una remake argenta del auto de los Picapiedras. Fricción pura. Andando, jugábamos con mi hermano a levantar la alfombra y mirar los destellos del asfalto, las líneas más veloces y grises de nuestras vidas. Rogábamos, con mi mamá, por la celeridad de Emilio: queríamos que sólo lo pusiera en marcha y nos diera la plata. Y así fue. Emilio se colocó al volante, lo arrancó, lo miró, miró las alfombras, lo apagó, nos llevó a su confitería (toda su vida había sido mozo, y allí lo conocimos, como mozo de Fedra, una confitería que ya nombré en otras ocasiones) y le dio a mi vieja 2350 pesos: “yo después hablo con Horacito”. Pesos dólares, en aquel momento. Ella metió la plata en la cartera y salimos a caminar, por la noche del bajo neuquino, con la sensación de haber cagado a alguien. En ese momento algo había salido bien. Poco tiempo después, otra tarde noche de septiembre de 1994, llegó mi viejo al departamento de Alta Barda (lejos, pero lejos, el mejor barrio de Neuquén: lindo de día, florido, familiar, y sórdido de noche, violento como la gran puta, descuidado en las penumbras; un barrio alto, a salvo de una posible rotura de la represa de El Chocón, lo que lo convierte, en el caso de que algún día se rompa El Chocón y se descontrole el agua, en el único futuro posible de la ciudad) y bajamos para registrar la buena nueva: un Volkswagen Senda cero kilómetro, color azul Bilbao, llantas de aleación, asiento trasero cubierto con nylon. Es decir: la forma mecánica de la esperanza.

En los primeros tiempos sólo lo tocaban ellos. Viajábamos mucho a la capital del país, para ver a los abuelos, y nos arreglábamos bastante bien con mi hermano para dormir un poco en el asiento de atrás. Creo que lo peor que originalmente tuvo el Senda fue el asiento de atrás. Chico, sin espacio para las piernas: un adulto no podía viajar bien ahí, pero nosotros lo hacíamos bastante bien. Después mi hermano comenzó a tener edad para volverse un pelotudo y para soñar con manejar el Senda. En esos tiempos lo invadió una combinación de sentimientos que luego entenderíamos permanente, tanto para la adolescencia como para lo que sigue: estoy hablando del miedo y del deseo, en el mismo balde de plástico: la cabeza. El tipo tenía un deseo irrefrenable de manejar el Senda, y un pánico ineludible de dañar el Senda y luego ser proporcionalmente dañado por nuestro padre. El cálculo, debo decirlo, era más que realista. En esos días, hacerle algo al Senda era como escupirle adentro de la boca a mi viejo. Pero lentamente mi hermano fue haciendo pactos con el entorno: comenzó a interesarse por los autos, y en consecuencia comenzó a interesarse por el Senda. Conoció a un enfermo mental de nuestro edificio, que se llama Mariano Mazini y peleaba y cogía (según él) cada noche del mundo, y se unió a él para darle forma a las primeras esquinas de su adultez. Mariano adivinen qué auto tenía: claro. Un Senda azul Bilbao. Se reunían los dos en el estacionamiento de nuestro edificio, y lavaban los autos, y charlaban, y Mariano le contaba cómo había cagado a palos a un rubiecito la noche anterior, y nos mostraba (ahora me incluyo porque yo miraba desde un costado) sus manos cicatrizando. Y Sonreía. Y secaba el capó de su Senda con una rejilla y luego miraba la capocha del edificio, allí donde hubiese estado el pelo, en el caso de que el edificio se hubiese convertido en una persona, y decía:

“Si me caigo de allá arriba, me levanto enculadísimo”.

El edificio tenía 12 pisos.

Lo más llamativo de todo es que tanto mi hermano como yo teníamos la absoluta certeza de que, si se producía eso, es decir, una caída libre de Mariano desde 12 pisos de altura, él no iba a morir. Sabíamos perfectamente que no sólo iba a sobrevivir, sino que al levantarse, iba a estar tan enojado como para cagar a trompadas a quien se cruzara por su nariz. Mariano, macizo, morocho, musculoso, regordete, tenía una nariz chiquita. Y digo esto para los que alguna vez creyeron, como yo, que las bestias no pueden tener la nariz chiquita.

Luego Mariano se fue metiendo en problemas, y mi hermano no lo siguió más. El convenio fue, a partir de ese momento, lavar el auto en la vereda de la casa de otro amigo de él, de hecho su mejor amigo, que también vivía en Alta Barda y tenía el mismo deseo y el mismo pánico de manejar. Ese nuevo trato servía, evidentemente, para manejar tres cuadras más: eso ya era una cuestión a tener en cuenta, porque se trataba de sacar el auto a la calle. Mi hermano me pedía que lo acompañara. Aunque también creo (ahora, lentamente, lo recuerdo así) que me obligaba a acompañarlo a lavar el auto en la vereda de su amigo. La decisión, por supuesto, nada tenía que ver con el amor, ni con el compañerismo: menos que menos, aún, con el deber social de ser un hermano mayor y relatarle la vida al hermano menor para que la entienda. La decisión era puramente estratégica. Si todo salía bien, nos íbamos a divertir. Si todo salía mal, yo me convertía inmediatamente en testigo directo de lo sucedido, y más que testigo, me convertía en co-partícipe. Por lo tanto, si algo salía mal, yo era el único ser vivo capaz de defenderlo o condenarlo.

Defender a mi hermano me significó, toda la vida, quince o veinte minutos consecutivos de paz y salud: ausencia de golpes, chistes tontos, meterme en su mundo por un rato. Condenar a mi hermano me significó, toda la vida, ser cagado a palos o amenazado con la fuerza de la mafia. En ese momento, si todo salía mal y yo lo condenaba, mi vida no iba a tener más sentido que el de ir a la escuela y luego volver a casa para que él me pegara.

Las primeras veces salió todo bien. A la segunda o tercera, volviendo al edificio, ya con el auto limpio, mi hermano (al volante) tuvo que detenerse en una esquina por el paso de otros autos, y detrás del Senda se detuvo el ómnibus de pasajeros que trasladaba a los vecinos de Alta Barda. El ómnibus era de la empresa Gonzomar, y el ramal era el A. A era sinónimo de Alta Barda. Gonzomar se llamaba la empresa, sencillamente porque el dueño se llamaba Omar González. Así era Neuquén, cuando aquí vivía.

Nosotros, los dos, de hecho, conocíamos mejor el ánimo del A que el ánimo del Senda conducido por un adolescente.

La cuestión es que cuando quiso arrancar, se le paró el auto, y me miró. Yo lo miré. El bondi, atrás, metía más presión en nosotros que la que mete el cuerpo de la Tota Santillán en su colchón, cuando se acuesta. Mi hermano arrancó el auto y salimos ratoneando, pero, como todos saben, ese ya fue el final de la pesadilla, porque luego el auto no se para más: cuando las revoluciones alcanzan, la segunda o la tercera marcha entran por sí solas.

Fue entonces cuando mi relación con el Senda comenzó a ser íntima. Mi hermano, después de todo, nunca imaginó ofrecerme tanto poder: el poder de la información, el saber inequívoco de que el tipo todavía le tenía miedo al auto, y para decirlo con las palabras más fuertes de aquella edad, no-lo-sabía-manejar-bien. Le metía onda y dedicación al auto y lo lavaba y lo miraba y se le apoyaba en el capó y no lo sabía manejar bien. Eso me abrió la puerta para luego hacer lo mismo: no saberlo manejar bien.

Mi Senda y yo (parte 2)

Mi relación directa con el Senda comenzó en otra casa, y en otro barrio con calles de tierra, y en un club de golf que se llama Arroyito. En todos esos lugares. La paciencia que me tuvo mi viejo para enseñarme a manejar fue la misma paciencia que le tuvo mi viejo, toda su vida, al cine. Nula. Entonces aprendí con culpa, siendo más que consciente de mi inutilidad, y de mi miedo, y de mi incapacidad de controlar el auto, o perdón: esa no era la palabra, era otra. Él decía que lo fundamental era dominar el auto.

Yo no lo podía dominar.

Y hoy no recuerdo bien cómo fue la transición desde mi imposibilidad de dominarlo a mi cotidianeidad como dominador del Senda, pero lo cierto es que terminé dominándolo, y comencé a salir en el auto, de día, y luego de noche, y mi vida lo tuvo siempre en el medio.

Pero vuelvo.

El Senda, originalmente, es full. No tiene nada de lo que tienen los autos de hoy, pero es full. Tiene aire acondicionado y llantas. Eso lo hace full. Y tiene, además, algo en la tapa de cilindros que generó una vorágine de pelotudeces en los dueños de cualquier VW relativamente viejo. Tiene, en la tapa de cilindros, el símbolo (el logotipo) de Audi. Cuatro círculos entrelazados. Esos círculos me obligaron, y aún me obligan, a preguntarme algo que nunca pude responder: ¿por qué cada boludo que tiene un Volkswagen le pega a su auto, aparte, el logotipo de Audi? ¿La gente realmente creerá que el Senda tiene motor Audi? ¿O acaso es porque Audi forma parte del grupo automotor Volkswagen? Y si esto es así, ¿no sería más entendible que el dueño de un Audi le pegue a su auto un símbolo de VW? En definitiva, el Senda salió, si mal no recuerdo, 17.350 pesos dólares, y su azul Bilbao luego fue noticia, porque toda la camada de Sendas que habían salido con esa pintura resultó fallada, y el azul brilloso fue lentamente dejando lugar a un azul más débil y opaco, que hoy lo domina todo. Todo. La pintura estaba, entonces, fallada, y también recuerdo que cuando alguien nos robaba las tapitas de plástico que cada llanta tiene en su centro, nosotros salíamos cagando a buscar un Senda full y le robábamos las tapitas, porque al nuestro no le podía faltar nada. El tema de la pintura al principio nos rompió las pelotas. El auto estaba bien pero se le salía el color, y el sol aceleraba ese proceso, y nos inflaba. Hasta que crecimos, y aprendí a manejar, y mi hermano dejó de temerle, y el Senda, en sí, como tipo, perdió y perdió protagonismo.

Entonces sigo adelante.

Usaba el auto para buscar a mi pequeña novia en la parada del colectivo: en esos días los recorridos ya no pertenecían a distintas empresas por separado, como si se tratara de medianas o pequeñas empresas al servicio del transporte de una ciudad (recuerdo: Gonzomar, y las otras, el Ñandú, Lanín, Cono Sur, Centenario) y en cambio estaban todos abarcados por una sola: Indalo, que aún sigue vigente, todos ómnibus aburridísimos y pintados de rojo; llegaba entonces esa chica en el bondi 9, o 10, u 11 y yo la buscaba. Salía al centro, llevaba a mi mamá, iba a la casa de mis amigos, y salía de noche, y después la cosa siguió avanzando, e íbamos a fiestas con mi hermano, al que cada vez quería más, y subíamos a muchas personas al auto, y hasta llegamos a subir a 12. Diez adentro del auto y dos viajando en el capó.

Empecé a besarme adentro del auto, y a estacionarlo en el Balcón del Valle, el mirador más importante de la ciudad de Neuquén, cogedero por antonomasia, donde el público estaba exactamente dividido en dos: los que cogían, y los que no cogían. En el Balcón del Valle algunos iba a coger, y otros iban a molestar a los que cogían con las luces, y los ruidos de sus motores, y la música. Yo comencé a ir con amigos, no a coger, sino a tomar, pero nunca molesté a nadie. Lo juro por el auto. Después comencé a ir solo, o de a dos, pero en el Senda.

En esos días descubrí una de las cosas que más me emocionó en mi vida, y que me hizo pensar, por primera vez, como en una revelación divina, que si uno le busca la vuelta, despacito, con paciencia y lucidez, todos los cuerpos materiales del universo, de una u otra forma, encajan. Entre sí. Todo encaja. Una noche, en el balcón del valle, con una amiga, descubrí que el volante tiene tal forma y está inclinado en tal ángulo respecto de una imaginaria línea vertical perfecta, es decir, perpendicular al suelo (entero) del auto, que si uno posa una botella de cerveza en la pancita inferior del volante, es decir, la de abajo, la botella se apoya con su culo en la circunferencia del volante y a su vez se apoya de costado contra el eje grueso del volante (donde está la bocina) y entonces queda perfectamente derecha, esbelta, y afirmada, porque la goma del volante hace que quede bien firme: goma contra vidrio marrón, aunque algunos no lo crean, sirve, en un Senda, para apoyar la birra. Con eso fui feliz durante un par de años. Llegaba al Balcón, abría un poquito de la puerta mía para no manchar y para que no entrara mucho viento, descorchaba, le metía un trago, y luego posaba cada nena en el volante, y así giraban las madrugadas, allí adentro, con la radio encendida.

Desde ese mirador vi pasar a Neuquén, y me vi pasar a mí, varios años, adentro del auto. Los vidrios fueron ensuciados por distintas personas, masculinas y femeninas.

Nunca, pero nunca, pude decir que estaba cansado de estar allí, porque las cosas que me sacaban de esas atmósferas de mi auto tenían más que ver con horarios incumplidos o desapariciones de ganas de estar con alguien en particular o con el sueño, pero nunca con nosotros. Mi Senda siempre fue un auto cálido, y cómodo: el inicio de algo.

El estéreo original (nótese que ya no digo pasacasete, aunque los pasaba) me lo robaron a mí, una noche en la que Boca le ganó por penales al Palmeiras para acceder a la final de la Copa Libertadores de América. Me agarraron atento, en un barrio lejano, mirando la serie de penales, y me abrieron la puerta del conductor y me sacaron el estéreo. Y los putos ni siquiera me cerraron la puerta. Y nunca pude entender por qué los chorros, después de robar, nunca cierran la puerta. Si ya ganaron. Qué les cuesta. En otra casa vieja, donde durmió el Peugeot 404, también, una vez, nos entraron a robar. Hicieron lo que quisieron. Pero no cerraron la puerta. Y todavía no entiendo por qué carajo no les aparece, ya cuando se frotan las manos para irse, aunque sea un minúsculo despojo resultante de una posible sensación contradictoria parecida a la piedad por el que ya perdió, con todas las de la ley, es decir, por el robado, y cerrar la puerta: todavía no entiendo por qué no cierran la puerta.

Apareció otra mudanza más, aparecieron problemas, llegó el cambio de país en el 2001, mi viejo perdió su trabajo, y luego consiguió otro en la cordillera norte de la provincia del Neuquén, y el Senda viajó durante cuatro años, todos los fines de semana, desde Chos Malal hasta Cipolletti, del otro lado del puente, donde hoy viven ellos, y donde yo vivo cuando vengo. Cuatro años de trabajo rural para el auto, donde atravesó tormentas de nieve, y caminos de ripio de los peorcitos de acá, y barro, y durmió afuerita, allí donde el viento (ese puto movimiento transparente del que yo iba a hablar antes de todo esto) es cacique, jefe de todos. El auto durmió cuatro años (la capa inicial del azul Bilbao ya era historia) a merced del Viento Mayor, y si tuviera que poner ejemplos para hablar de ese viento chosmalense, diría que una día el viento voló a un chico, es decir, se lo llevó: el viento se llevó un chico, y lo tiró contra una montaña de piedras y lo hizo cagar, y lo mandó al hospital derecho, y un poco grave por los traumatismos; diría que el viento, a los autos que duermen en Chos Malal desde hace muchos años (muchos más de cuatro), les sacó la pintura: hay autos, en Chos Malal, que están color gris metálico opaco como el metal de un caño de una sombrilla, como el metal de una antena de tele vieja, porque el viento, en conjunción con la arena, sopla tan fuerte y con tanta violencia que les saca, en forma pareja, y de a poco, la pintura a los autos. Como esas máquinas industriales que sirven (mezclando aire comprimido y arena) para limpiar monumentos y sacarles la pintura.

Hoy el Senda lleva la insignia de Chos Malal en el parabrisas, que está en toda su superficie esmerilado. “Esmerilado” no es una manera de decir, ni una exageración: todo el parabrisas está completamente esmerilado, como los vidrios esmerilados de las empresas, como los vidrios esmerilados de las casas. Si se lo mira desde adentro, parece que tiene tierra, muy bien desparramada, o agua, muy fina, muy bien desparramada. Y la desesperación ataca cuando uno le tira agua con el sapito y los ancianos de los limpiaparabrisas no pueden cambiar nada. Uno le tira agua, y nada. Esmerilado. Y hoy el Senda tiene problemas en: la parrilla, que está hundida; el guiño delantero izquierdo, que tiene la lamparita pero está roto; el enganche del capó, que cuesta cerrarlo porque una vez, un toque, lo abolló; la pintura original, que ya no existe; el guardabarros delantero derecho, que tiene un quiebre pequeño en la chapa y rompe la armonía de la circunferencia; en el centro mismo de las llantas, donde ya no queda ni una sola chapita; en el espejo lateral del conductor, que se rompió hace años y mi papá le pegó uno, casero; en el aplique que enciende las luces de posición y las luces bajas, que se rompió por lo menos tres veces y ahora parece que, despacito, funciona; en el aire acondicionado, que está roto; en el ventilador para la cabina, que está roto; en los botones de la consola central, que se escondieron detrás del plástico que los encuadraba, que está roto; en el asiento del conductor, porque se le abrió el tapizado y sufrió muchos kilos y se venció todo; en el tacómetro, porque no anda; en el velocímetro, porque tampoco; en algunas luces indicatorias del tablero, que se prenden cuando quieren, como por ejemplo la del freno de mano; en las paletitas de los respiraderos del tablero, porque es un clásico que se rompan; en la tercera luz de freno, que estaba colgada del vidrio de atrás y se cayó; en el embriague, porque está durísimo y corta un poco mal y hace que el auto tiemble; en el freno, porque le falta un poco de líquido y chillan las pastillas; en los bujes del tren delantero, que hace varios ruidos, y en los semiejes de adelante, también, porque cuando acelera, la trompa se mueve un poquito. Es casi imperceptible, pero para el que lo manejó se siente.

Mi mamá se compró un Gol modelo 2008 y mi papá tiene un auto que le da la gente del trabajo. A mi hermano le regalaron una moto, hace unos años, que está bastante linda, pero casi no la usa.

Mariano, el animal de Alta barda, a nuestro Senda le decía “Toro”. Ahora está tranquilo, estacionado acá afuera.

22.1.09

El comienzo de algo


1. Ninguna siesta

Según el servicio meteorológico nacional, 39 grados a esta hora en el Alto Valle del Río Negro. Hace ya unos días que pienso en volver a escribir acá y en hacerlo a partir de un tratado personal sobre las vicisitudes cotidianas, algo dentro de todo idéntico a lo que hago siempre, o por lo menos cada vez que me siento a escribir. El interrogante repetido fue, a lo largo de estos días, cómo comenzar y cómo ordenar las ideas de un tratado sobre la cotidianeidad de un verano de enero en este planeta, y la respuesta a ese interrogante, aún, no aparece. Por lo tanto el comienzo de una descripción minuciosa sobre pelotudeces que no le interesan a nadie salvo a mí no puede comenzar por otro sitio que no sea el baño. En estos días de enero, como casi todos los eneros, aprovecho el tiempo para leer, y recién, a eso de las cinco y cuarenta de esta tarde, terminé en el baño una novela que se titula Aráoz y la verdad, de un escritor porteño que se llama Eduardo Sacheri. Sacheri es un escritor mediocre que propone historias divertidas. Escribe de mediocre para abajo, y recrea (y sostiene) sus historias de un modo casi jolivudense. Pero la leí toda, a la novela, con un cierto aire de ingenuidad, y también con un cierto cariño por la trama, una especie de empatía de un verano en enero en esta parte de la tierra. En definitiva, lo que quiero decir es algo quizás común para algunos, pero evidentemente cierto: todos los libros deberían terminarse cagando. Es una verdadera satisfacción terminar un libro sobre la tabla del inodoro, no importa si antes o después de limpiarse, ni tampoco si el olor es nauseabundo o si el baño se respira un poco viciado pero habitable.

Entrar de madrugada a la casa en la que viven los padres, previo paso por una reja chillona en medio de un barrio mudo, el retumbe de la puerta, un gato gris durmiendo sobre un sillón de un living, la penumbra natural que allí persiste. Tocar al gato: creo que allí comienza un capítulo de las cosas que no se piensan, un automatismo digno de ocupar este tratado. El gato duerme pero no responde como siempre; está pesado, respira bruscamente siguiendo el ritmo entrecortado de un fuelle, y no puede echarse sino es de costado. Eso es un problema. Allí, de madrugada, hay un problema. Dormir hasta la mañana, y al despertar, un ruido a tos, o mejor dicho a carraspera de gato, el mismo gato gris ensaya distintas carrasperas y no puede ni contraer las pupilas.

Llevar un gato al veterinario en un canil pequeño: primero meterlo a la fuerza (no tanta porque el gato no puede oponerse demasiado), subirlo al auto, escuchar luego su maullido apagado, afónico, su queja, su resignación, su ansiedad. Manejar con un gato encerrado al lado. Hablarle al gato, como se le habla a un bebé. No importa, Grisi, ya llegamos. Te vamos a hacer ver, mamita, por la carrasperita esa. No, mi amor, no llores, ya volvemos a casa. Ya pasa.

Un gato, entonces, que intenta no-salir del canil hasta que se ubica éste último en sentido plenamente vertical y el gato gris cae sobre la camilla metálica de un veterinario con nombre de boxeador: Raúl Héctor De Ccico, sesenta y nueve ochocientos, oriundo de la ciudad de Cipolletti, con un récord de veintiocho-cuatro-uno, experto en semiología, como todos los veterinarios, y una auscultación, palpar la zona del vientre, preguntar por la caca y las costumbres, preguntar, en resumen, por esto. Por el tratado cotidiano de un gato que finalmente parece sufrir una insuficiencia cardíaca.

Grisi es una insuficiente cardíaca. Se le inyecta en la patita izquierda (allí donde queda carnecita; allí donde todos intentarían morderla si alguien la tirara a la parrilla) una mezcla de descongestivo y diurético y se la envía a su domicilio particular: si mejora, entonces el diagnóstico es correcto. Grisi vuelve a su casa, la temperatura es apenas menor a la del comienzo de este texto, se echa en la sombra. El piso es granito negro, está fresco.

Enero sigue, todo.

Se sucede otra entrada de madrugada, el mismo quejido de la reja, la misma puerta de entrada abriéndose. Pero surge una diferencia. La mente cotidiana intuye que sobre el sillón habrá una gata gris –claro que sí, se llama Grisi y es una gata, no un gato– que tendrá carraspera porque los veterinarios no hacen otra cosa que ejecutar hasta el hartazgo el ensayo y el error, y en este primer caso, alguien habrá yerrado. Después de la puerta la penumbra, y sobre el sillón la Grisi. “Qué hacés acá, Grisi”, se piensa. Ella está echada, llamativamente, como siempre lo hacía: de pechito. Agacharse junto al sillón, muy despacio con el único reflejo de un llavero y de los ojos de la gata. Abrir la mano en el espacio del living. Estirar los dedos. Ponerlos rígidos, mirarlos con lo poco que se tiene, girar la mano muy, muy despacio y asentarla sobre el pelo gris. El pelo es suave, el vientre se infla y se desinfla con armonía, un suspiro pacífico, silencio que entra por la naricita de una gata, silencio (otro) que sale por allí mismo. Acercar la nariz propia a la nariz de un gato con insuficiencia cardíaca. Un gato que vale más que muchas personas juntas. Que ha sufrido. Que ha vivido. Que al morir, otra vez, no va a tener memoria. No va a recordar el estrés del viaje al veterinario. No va a recordar las siestas. Ninguna siesta. Pero un gato que, por fin, habla.

Nariz contra nariz.

“Mau”, dice.


2. El juego de un gato

Si uno supiera por lo menos que los muertos se quedan con la memoria. Si uno pudiera saber de alguna manera que al morir queda la chance de recordar, de hacer un repaso lento, lento, muy lento de las cosas que se ataron y se desataron, de atardeceres acelerados hasta la locura, de vientos ralentizados hasta el ritmo de una respiración nocturna, un entramado fino, minucioso de escenas y argumentos, algo así como una bola de hilos. Si cada uno sobrevive en este globito achatado gracias a la bola de hilos que va enredando minuto a minuto, los muertos (nosotros, después) tendrían que tener la posibilidad de jugar con su propio hilo: mezclarlo de la manera que se le cante al quinto forro de las pelotas de cada uno pero por lo menos, en medio de esa soledad, la primera de todas, por lo menos recordar, releer la experiencia, reinventarla hasta que las mismas coordenadas mueran. Si nosotros, al final, pudiéramos morir antes de nuestras propias coordenadas, entonces, creo, sería mucho más tranquilizador, aún, acariciar un gato que yace en un sillón, a oscuras, con una insuficiencia cardíaca.


3. Llenado y vaciado

Lo cotidiano es cálculo. Todo cálculo es registro de lo cotidiano. Más vale. Ay, qué loco, acaba de descubrir el mundo. Dirían otros: ay, qué loco, le chupa la pija a un muerto. Y sí. Acá calculo. Compré hasta hoy 45 botellas de cerveza, botellas chiquitas. Tomé 16 litros de cada una de ellas. Hablo por chat con mis amigos que respiran en otros sitios, brindo a 14 mil kilómetros de distancia, y al dejar la computadora sólo quedan las botellas vacías sobre el escritorio y una habitación tranquila. Recién aquí comienza lo cotidiano. En el acto que surge de levantar envases viejos y acomodarlos contra el borde de una mesada en una cocina.

Tomar cerveza en botellas chiquitas es colocarlas en un freezer, buscar la posición menos molesta de cuatro o cinco cubeteras y allí encima apoyar las botellas, algo así como media hora para que al sacarlas, transpiren, y se les pueda poner una rodaja de limón dentro: una rodaja que casi las rebase. Entonces es: destaparlas. Tomar el primer sorbo. Gozar las primeras burbujas, sufrir las segundas. Mirarlas a la luz: la revelación más pelotuda de todas al sentir una suerte de alegría estética porque una rodaja de limón macera el contenido de una botella de cerveza que fue elaborada y envasada en México y trasladada a una ciudad de la Patagonia, duplicando y triplicando su valor y finalmente fue puesta de cara a un foco bajo consumo, indicado por el gobierno nacional, para disfrutar de una rodaja de limón que burbujea e intensifica su color amarillo, ya en medio de otro color amarillo que la envuelve, y demuestra que sí, que una cerveza con limón sabe a cerveza con limón, y que sí, eso brinda un gustito a limón en toda la boca.

El tiempo de lo cotidiano es el tiempo que transcurre entre el llenado y el vaciado de un envase. El tiempo ramificado de lo cotidiano es, por ejemplo, lo que tarda en pudrirse una rodaja de limón dentro de un envase vacío, que algún ansioso, alguno de esos que todavía creen en los secretos, va a romper, y a pisar, para saber si todo está seco, si todo está bien pero bien seco. Como aquí enero.

21.1.09

La conciencia del fuego apagó la de la tierra. Mi visión del mundo se resuelve en un adiós dudoso, en un prometedor nunca.
Culpa por haberme ilusionado con el presunto poder del lenguaje.
Todo es un interior. Por tanto, el poema es incapaz de aludir hasta a las sombras más visibles y menos traidoras.
Hablar es comentar lo que place o disgusta. Lenguaje visceral constatador de los fantasmas de las apariencias.
Escribir no es más lo mío. Con sólo nombrar alcoholes temibles, yo me embriagaba. Ahora -lo peor- es ahora, no el miedo a un desastre futuro sino la de algún modo voluptuosa constatación del presente infuso de presencias desmoronadas y hostiles. Ya no es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. Los que decían: "y era nuestra herencia una red de agujeros", hablaban, al menos, en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con la de alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada.

(Pizarnik en enero. Gracias a Manuela)

13.1.09

Plop, de Rafael Pinedo. Esa es la novela que leería en este verano, si yo fuera ustedes.