14.8.08

Filos de invierno (del libro Grises, verdes, 2004)

Es difícil, por eso de convivir con las explicaciones, pero ahora estoy sentado en una plazoleta y puedo ver todo, y así como lo veo también puedo explicarlo. Estoy con mis tres hijos en la avenida principal de una ciudad que no voy a nombrar, porque no creo que valga la pena, y en la vereda de enfrente hay un café, y en la puerta, sin que lo haya tocado, está estacionado mi auto. Adentro del café, a unos dos metros de la ventana, está mi mujer. Está sentada en una mesa con un tipo. Desde acá la miro con Galo, Juan Ignacio y Dolores, mi hija mayor.

En este mismo banco yo me sentaba antes de ir a bailar, cuando era adolescente. Mi mujer también se llama Dolores, y sonríe. El tipo que la divierte se llama Ricardo, y lo conoce –y lo conozco– desde esa época de los bailes. Fue su primer novio. Sé que lo quiso mucho.

–¿Qué hace mamá? –me pregunta Galo, el más chiquito.

–Me pidió el auto para visitar amigas –le digo.

–¿Y ese tipo quién es? –pregunta Dolores.

–Ricardo –respondo.

Ahora miro a mi mujer que está sentada en una silla de madera oscura, con su tapado de pana marrón, y pienso en todo lo que podría haber sido. Nosotros llegamos ayer de Córdoba, para visitar a los abuelos. Ordenamos el equipaje, pedimos algo de comida y nos acostamos por el cansancio del viaje. Hoy ella se levantó rápido y me dijo que quería aprovechar la mañana para visitar a las chicas. Para avisarles.

Estoy mirando como Ricardo le hace cosquillas en la cara con un sobrecito de azúcar y de golpe se me aparecen todas las tardes ventosas, las mañanas heladas, los locales de mi viejo, el monumento y la rotonda que lo abraza, las heladerías que cerraron y las que a pesar del frío aguantan. Ricardo le acaricia las orejas y yo vuelvo a comprar el primer monito peludo que le llevé de regalo, a los diecisiete años, y me acuerdo de mi mamá envuelta en su bata cuando me veía entrar a la casa con otras mujeres. Tenés que ser más franco, me decía. Pero no la escuchaba.

Mi mujer le toca el pelo con sus dedos finitos y yo me escapo hasta un lugar en la bardas, cerca del río, donde siempre me quedaba esperando que anocheciera. Es una puntilla en lo alto que deja ver la mezcla de nubes, rayos de sol y viento. Yo me sentaba en la arcilla seca y esperaba el momento justo. De vez en cuando llevaba amigos para que pudieran ver los colores. Después, cuando el sol desaparecía, caminaba rápido hasta mi casa. Si podía arrancaba un cactus para enterrarlo en mi sector del pasto.

–Tendríamos que entrar y decirle que la estamos mirando –dice Dolores.

–Ni en pedo –dicen los chicos.

Yo los abrazo. Están atentos a lo que pasa adentro. Cuando Ricardo se le acerca, ellos me aprietan las manos. Mi hija me mira desde la punta del banco. Los chiquitos ni siquiera cierran los ojos. Están por llorar del cansancio, por mantener los ojos abiertos. No por la tristeza. Acá, en este lugar, cuando el viento pega en los ojos dan ganas de llorar.

–Me gustaría escuchar lo que hablan –dice Galo.

–A mí me gustaría decirle a ese viejo puto que lo vamos a cagar a trompadas –dice Juan Ignacio.

–Ni se te ocurra –le digo-. Dejá que pase.

–¿Y no pensás reconquistarla? –dice Dolores–. Qué poco romántico.

Yo la miro y estiro un brazo para tocarla. Después me paro.

–Agachate, pá, que te van a ver –dice Galo.

Les digo que no se muevan del banco. Voy al quiosco a comprar golosinas, digo. Y empiezo a caminar.

Avanzo por la plazoleta hacia la diagonal 25 de Mayo. Cruzo la avenida y llego al quiosco Hugo. Cuando yo tenía que comprar chicles, antes de salir, veinte años atrás, iba a ese quiosco. Me atendía un colorado que nunca supe si era el dueño del local o un empleado. Ahora me atiende de nuevo. Está viejo, con muchas líneas en la piel y un tono anaranjado en el cuello. La costumbre le robó el color, pienso. Y lo saludo.

–Hola Hugo –le digo.

–Hola –dice–. ¿Lo conozco?

–Sí, me conoce. Pero no se acuerda.

–¿Necesita algo?

–Déme unos chicles y algunos caramelos. Déme unas DRF y un chocolate con almendras.

Hugo apoya la bolsa con chicles y caramelos sobre el vidrio y pregunta:

–¿Chocolates?

–DRF y chocolate con almendras.

–Diego –me dice con voz ronca–. Vos sos el pelotudo de Dieguito.

–Sí –le digo.

–Vos llevabas con almendras para una minita. Tu viejo era un santo, pero vos un pendejo hijo de puta –dice, y sonríe. Mueve el cuello hacia atrás y luego hacia delante, muchas veces, y se queda sonriendo.

Por esa combinación de sonrisa y movimiento siempre tuve que alejarme del mostrador en silencio. No había otra forma. Hugo todavía es de esas personas que no se acomodan con el tiempo.

–Hijo de mil putas –repite, y mueve el cuello.

Me alejo del quiosco y camino por la diagonal. Acá había un café que se llamaba Fedra, me digo en voz baja, y acá la empresa de turismo de papá.

Me paro en la puerta del local. Desde el primer piso yo siempre bajaba corriendo la escalera, cruzaba la calle, escalaba el monumento a San Martín y después me sentaba en ese banco donde ahora están mis chicos. Hace veinte años me sentaba en un banco donde ahora están mis hijos. Tres hijos. Mirando cómo desayuna su madre, sin que ella lo sepa. Dolores, mi mujer, en el medio de todo esto, esperándome en cada mesa de todas las confiterías posibles, acurrucada en los canteros filosos del invierno. Con el insulso de Ricardo. Y los chicos.

Cuando llego al banco los tres me miran, y no dicen nada. Entrego los chicles, los caramelos, las pastillas, y me guardo el chocolate en el bolsillo de la campera. Después les pido que hagan lugar. Galo y Juan Ignacio abren un espacio para que me siente. Dolores sigue en la punta del banco.

–Se dieron un beso –dice Galo.

Dolores se suena los mocos.

Yo levanto la vista hacia el café y justo alcanzo la repetición. Ricardo le sostiene la nuca y ella inclina la cabeza. Después separan los labios pero se quedan juntos, se acarician, y sonríen.

–Ahí se dieron otro, papá –dice Juan Ignacio. Y me mira.

–Voy a entrar para escuchar lo que hablan –digo–, pero necesito que me ayuden.

–Qué querés –dice Dolores.

–Nada mi amor, solamente quedate acá con los chiquitos –le digo.

–¿Y cómo te vas a camuflar?

–Me saco la campera y me tapo con la boina. ¿Se quedan?

–Sí –dice Galo. Y Juan Ignacio vuelve a mirar.

Dejo la campera en el banco y cruzo la calle. Si me descubre todo esto se va a la mierda, pienso. Abro la puerta y camino rápido hasta la barra. Pido un cortado en jarrito y me siento atrás, en una mesa contra la pared. Nos separan unas cabezas. Ellos no miran nada en especial.

Estoy sentado en el mismo café donde mi mujer está con un tipo, en la avenida más ancha de la ciudad de Neuquén, y lo puedo explicar. Acá pasé los quince años más importantes de mi vida. Desde esta mesa escucho lo que ella dice y al mismo tiempo puedo ver las caritas de mis hijos, sentados en la plazoleta, que también me miran. La señora se toca con un tipo cerca de la ventana y le dice que ayer soñó conmigo. “Estuve toda la noche con Diego, adentro de la cama, como siempre”, dice. Y Ricardo se ríe.

Ahora me sale, ahora puedo, porque es la lejanía lo que confunde, en una mezcla con lo que está cerca y no se alcanza. Es eso. Lejanía y cercanía, en la misma ráfaga, en estas esquinas donde el viento pega más fuerte, en los colores que prenden a la tarde, y que después de un rato se apagan.

Este lugar está lejos y está cerca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena historia!... me quedo pensando en como la contaría Galo!. espero que vengan más cuentos!, saludos!