3.6.08

Segunda entrega: las cosas que hacen de Monte Buey, Monte Buey

Monte Buey, entonces, es una ciudad bífida. Un espacio chato de edificaciones bajas, salvo algún que otro edificio (ya veremos cómo se originan los edificios allí), que está partido por una vía. De un lado de la vía, hay una versión montebueyense; del otro lado de la vía, su contracara. Lo interesante de todo esto no es la partición en sí, casi simétrica, sino las razones que dividen a la ciudad. No hay villas miserias: pensemos en una ciudad a la que yo, aquí, estoy llamando ciudad por una cuestión de respeto: también podría decir pueblo. Miro para un costado, miro para el otro: nadie en este recinto me ha escuchado, así que continúo con ese término. No hay villas miserias porque es un pueblo donde habitan algo más de 7 mil habitantes; no hay subdivisiones religiosas porque, como en casi todos los pueblos de la pampa gringa cordobesa, la iglesia católica posee la totalidad de las acciones que vuelven feliz o culposa a la gente. No hay, tampoco, una razón geográfica.

El pueblo está partido a la mitad por dos clubes de fútbol.

De un lado, el club San Martín, camiseta parecida a la del seleccionado argentino, igual a la de Racing (a ver, usted que sabe tanto: ¿sabe qué tienen de distinto las casacas de la selección y la de Racing? Si no sabe, entonces calle). Del otro lado, el Club Matienzo Mutual Social y Deportiva; rojo, blanco y azul a grandes franjas verticales, escudo en pirámide invertida. Yo soy hincha de Matienzo desde antes de conocerlo. No tuve grandes posibilidades de elegir. Sin embargo, cuando los Boglione nos llevaron a conocer las instalaciones, no tuve ninguna duda: soy hincha de Matienzo.

Quién manda en Monte Buey

Podría soltar aquí mismo una afirmación. El pueblo de Monte Buey está regido por dos grandes instituciones: el club Matienzo y el grupo Romagnoli. El club Matienzo, club del que soy hincha, por si no lo dije, ostenta una gran parte de territorio en la ciudad. Tiene un pequeño estadio de fútbol, con tribunas precarias (ojo: una de cemento) pero también posee un enorme gimnasio para usos múltiples, que incluye cancha de básquet, potenciales canchas de vóley, pistas de patinaje sobre ruedas, etcétera. Todo el gimnasio (realmente enorme) está revestido con un parquet que parece tener almíbar encima, en vez de plastificado. Todos los montebueyenses lo cuidan muy bien. Todos los vecinos cuidan de su club. Tiene, además, piletas comunes, una pileta climatizada a punto de inaugurarse, un quincho hermoso, más canchas de fútbol, canchas de tenis. Por otra parte, fuera del predio y ya en el “centro” del pueblo, el club Matienzo tiene un local de la Mutual en donde se venden todo tipo de productos. Sería como un local pequeño de Frávega, o de Red Megatone. Pero de Matienzo.

El grupo Romagnoli, segundo pilar económico de Monte Buey, es, como habrán de imaginarse, una institución sojera. Instalado a unos kilómetros del pueblo, el grupo Romagnoli erigió una ciudad de soja almacenada: silos grandes y anchos como rascacielos que lastiman el paisaje sin pedir permiso, con balizas en los sectores más altos de la estructura, un desfile de camiones a los pies de la ruta, vidrios espejados en la entrada al predio. Realmente un capricho faraónico, posible gracias a una multiplicidad de factores que generalmente reúnen las familias tradicionales y millonarias de la pampa cordobesa: desinterés absoluto por la estética, en todas sus versiones; omnipotencia material y por lo tanto trasladada al cuerpo; posibilidades casi nulas de comunicarse en voz baja; especulación permanente y solidaridad fluctuante para con los que no tienen nada. No tuvimos la oportunidad de conocer a los Romagnoli, pero sí pudimos disfrutar de otras construcciones de otros sojeros del pueblo. No recuerdo el apellido, pero puedo poner el ejemplo de un hombre que vive en las dos o tres manzanas centrales de Monte Buey, en una casa hermosa, y a su vez se construyó una casa de fin de semana, de no menos de 300 metros cuadrados, a 4 cuadras de la casa original. Un divino. “Vamos a despejarnos, negra”, le debe decir a su mujer; cargan un bolso con galletitas, una lap top y dos o tres películas de acción; caminan cuatro cuadras y están en la posada de los fines de semana. Hablo de gente (repito por si no se ha entendido) que literalmente no sabe qué hacer con la plata.

El centro

La plaza central es como todas las plazas de todos los pueblos de todo el país: una plaza central. En sus orillas tiene un banco, la mutual del club, una confitería demasiado iluminada para un pueblo de 7 mil habitantes, y un bar de rock: “…”. Perdón, no recuerdo el nombre. Intento de nuevo: “Tenebria”. Ahí está. Ahora sí. Un bar con una rocola moderna, que pasa un tema y su correspondiente videoclip. En la ventana del frente hay una larga tira de lucecitas azules, que titilan. En las paredes del bar hay dibujos de mujeres desnudas y malas, en el fondo una barra, en el medio algunas mesas. Allí nos sentamos después de cenar, la primera noche, después de aquel viaje con aquella tormenta. Cenamos en la morada Boglione, empanadas fritas, cerveza en lata, fiambres, salames, algunas cosas dulces, y nos fuimos al bar. En otro sitio del pueblo, Alejandro B. comía con sus amigos y tomaban e improvisaban parábolas metafísicas, payadas y rimas con una guitarra. Sebita B., mientras desfilaban las bebidas por nuestra mesa, nos dijo que en algún momento iban a caer todos los monos del pueblo, los amigos que resisten a las mujeres y estiran la noche allí, en Tenebria, todos los viernes del mundo. Por esa razón, ahora, para ustedes que leen, estamos sentados los cuatro protagonistas del viaje en una mesa del bar que les acabo de contar, tomando ferneses y esperando para conocer a los amigos de los Boglione. Esta es la situación antes de terminar esta segunda entrega. Ahora, para ustedes, y para mí que lo revivo, llegan. Llegan cuatro o cinco. Hombres de pueblo que dejaron a sus mujeres en la casa, durmiendo, como todos los viernes del mundo. Alejandro no llega. Fue a dormir con su mujer, después de la cena y las payadas. Los otros sí llegan al bar. Están solos, unas horas más, antes de empezar en serio el fin de semana. Salvo uno, que siempre está solo. Siempre. Un amigo del pueblo, no sólo de ellos, que nos sonríe cuando se presenta, y mueve la panza, y no controla las bolitas de sus propios ojos. No sólo tomó alcohol: está esencialmente borracho, naturalmente ebrio, inexorablemente en pedo.
“Él es Cruchi, ellos son mis amigos”, dice Sebastián.
Lo miramos.
Cruchi sonríe.

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