12.6.08

Cuarta entrega: acompañar a Cruchi en Monte Buey

Sentados los cuatro (ejerciten la memoria: Sebastián, José, Santiago, ío) en una mesa de Tenebria, el bar oscuro, las paredes vestidas con pinturas de mujeres malas, allí entra Cruchi y algunos de los otros amigos, entre ellos Luis L., que dentro de unas líneas va a obtener protagonismo y luego será objeto de una reseña propia, para él y su familia. Sebastián presenta a Cruchi: Cruchi nos sonríe. Sebastián acerca sillas a nuestra mesa: Cruchi viene de nuestro lado. José contra la ventana, como Santiago; quien les habla en una punta. Sebastián, Luis y los otros en la otra punta. Cruchi sonríe, sentado a mi lado. Camisa blanca, cortita. Dedos gordos. Y los ojos.

Pregunta: ¿alguien puede explicar los ojos de una persona como Cruchi con un par de detalles precisos, ocurrentes? Sí. Pregunta: ¿puedo yo explicar todo lo que había esa noche en los ojos de Cruchi? No. Pero intento. Cruchi nos sonríe, se levanta de su silla, baila allí mismo, en su lugar, sin mover los pies: el movimiento es vertical, parece saltar pero no lo hace, parece caerse pero tampoco, los puños cerrados pero amables, es decir, muestra los puños al revés, como si mostrara las palmas pero apretando los dedos, y sonríe, y la camisa, que le queda corta, deja ver -por debajo de la tela- la parte inferior de la panza, a Cruchi se le escapa la panza por debajo de la camisa. Entonces se sienta. Nos mira a Santiago y a mí, nos quiere decir algo: le vemos los ojos.

Las pupilas de Cruchi están dilatadas. La música suena muy fuerte en todo el bar. Santiago me mira y yo le devuelvo la mirada y pienso, justo en ese instante, que Monte Buey es un pueblo como cualquier otro, hermoso después de una tormenta, y que la persona que tengo sentada al lado reúne en sus ojos toda una historia de silencios, un puñado de millones de tiempos muertos en el fulgor de los ojos del borracho del pueblo, que no es mendigo ni grosero ni maleducado: es, sencillamente, un tipo maravilloso como Cruchi, un tipo que está complicado y no puede dejar de tomar. Esto último, lo que acabo de decir, es información posterior al tiempo del relato: algo que debería ir después, pero que quiero repetir ahora. Los ojos de Cruchi son los ojos de una persona que no puede dejar de tomar. El vidrio de los ojos de Cruchi hace brillar los vasos, los hielos, el tiempo perdido en el pueblo, la ventana de Tenebria, cientos y cientos de primeras tardes en los quiebres de los cordones de las calles vacías. El vidrio de los ojos de Cruchi reúne payadas insólitas, ridículas, absolutamente ajenas a cualquier rima, pero inolvidables, graciosas, lapidarias. El brillo en los ojos de Cruchi fue, en ese momento, para mí, suficiente.

-En deeeeee agampeeeee geeeennnnnnnn vení amm cuchennn –nos dice Cruchi a Santiago y a mí: se acerca, toma un vaso, bebe fernet, pestañea.

Nosotros lo escuchamos.

Alguna vez tuvo un Renault 12 y lo paseó por los dos hemisferios del pueblo; un 12 viejito, creo que pintado de un color cálido. Alguna vez Cruchi fue heladero: trabajó en una heladería con un delantal estirado, seguro, y sirvió helado para todo el pueblo, para los chicos de Monte Buey, para las señoras de Monte Buey que giraban, después de pagar, y decían para sus adentros “borracho”, y que luego esperaban la llegada de la noche para volver a tomar (a escondidas de sus maridos); sirvió helado para todos los hombres del pueblo, para los sojeros talentosos, para los obsecuentes, para los trabajadores, para los grandes tipos como Luis, para Romagnoli. No lo puedo asegurar, pero me juego la cabeza, aquí, en este tiempo indeterminado que es, a su vez, el momento en que Cruchi nos habla, aquí me juego la cabeza y apuesto a que Cruchi, alguna vez, le sirvió un helado a Romagnoli. Y apuesto a que después de servírselo debe haber sonreído. Y me juego la cabeza a que, después de sonreír, Cruchi dijo para sus adentros: “Romagnoli puto”.

En la madrugada de nuestra primera noche en Monte Buey, Cruchi nos insinuó esa línea de diálogo que detallé anteriormente. Terminó con el contenido de su vaso, desoyó los consejos de Luis L., pidió fernet para toda la mesa sin darse cuenta de que nuestros vasos aún estaban llenos, se paró, bailó en su lugar, mostró la última curva de la panza, se sentó, pidió un cigarrillo, nos llamó con la mano (recuerden que estábamos junto a él), y dijo:

-Crrrrreeeeeee iiiiiii íren, mirá, esto, fíjennnnn.

Nosotros lo miramos.

Fumó el cigarrillo hasta la mitad, con sólo dos pitadas. Miró al techo. Fumó un poco más. Y después Luis, desde la otra punta de la mesa, nos hizo una seña. Cruchi comenzó a hacer la misma pirueta con el cigarrillo que hacía Carlos Babington cuando dirigía a River, allá por los primeros años de los noventa (también dirigió a mi querido Racing, pero como solía hacerlo cuando el equipo iba ganando, casi no tuvo chances de jugar con el pucho en el banco del Cilindro de Avellaneda). Cruchi apretó el filtro con la lengua contra la pared interna de los dientes de abajo: lo dio vuelta. Escondió la brasa dentro de la boca: el filtro pasó a estar por fuera, la brasa adentro, es decir, logró poner el cigarrillo, encendido, al revés.

Todos lo mirábamos.

Recién después sopló. El humo salió por el filtro. Invirtió el procedimiento del cigarrillo. Quiso darlo vuelta para volver a la posición normal pero Cruchi tenía los ojos llenos de vidrio, y allí flotaba la parte fosforescente de la historia del pueblo, todas las horas de la siesta, los veranos en soledad, las noches de insomnio en su casa, solo, como siempre, una tele encendida pero sin señal, la humedad impregnada en las sábanas, el sonido agudo de los insectos, todo fluyendo en el cuerpo de Cruchi; quiso dar vuelta el cigarrillo para devolverlo a su posición tradicional pero no pudo, y se le trabó, y se quemó pero no sintió nada, y se le empastó la boca, y se le rompió el cigarrillo adentro, y lo masticó entero y, como un campeón, se tragó todo lo que pudo. Y lo que no pudo tragar, lo fue dejando sobre la mesa, de a miguitas marrones, entre los vasos.

Unos minutos después de eso, Luis L. ya no pudo más y lo arrancó de la mesa. Sólo a él. Todos lo saludamos y, después de tirar una frase más que pelotuda, como por ejemplo “qué personaje, che”, o “genio total”, nos quedamos en silencio. Luis lo subió a su camioneta. Le dijo cosas. Cruchi lo escuchó, mientras miraba por la ventanilla. Frenaron frente a la casa. Luis lo despidió, le palmeó la espalda. Cruchi tardó en bajarse: estuvo, esa noche, esencialmente borracho, ebrio en el corazón mitocondrial de todas sus células. Pero antes de guardarse a dormir, lo miró a Luis, ya fuera del auto (los dos, y el tablero, y la cuadra entera se reflejaban en ese brillo convexo, en ese vidrio ocular monteboyense) y le dijo:

-Viste, Luisito. Al final me mamé.

Y se fue a dormir, ese viernes, como cada noche de calma en el pueblo. Luis volvió al bar y seguimos charlando y tomando un poco más, mientras Cruchi, ya en su casa, completamente solo, hacía cosas que nunca nos iremos a enterar. Porque lo que piensa Cruchi no lo sabe nadie.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Para mi cruchi cuando duerme piensa en todo y en nada...

Anónimo dijo...

Maestro Hugo David!!!

Anónimo dijo...

quien es el inbecil que escrivio estas boludeses