24.6.08

Sexta entrega: primer fragmento de sábado en Monte Buey

Podría hablar ahora del momento en que nos levantamos, de la luz de color normal que se filtraba por el vidrio de la puerta de la planta alta y se convertía entonces en amarilla y dañaba lo poco digno que aún le queda a José C., es decir, su hippismo, podría hablar del fermento que despiden las revistas El Gráfico con el calor del mediodía, podría también hablar del asado magnífico que nos estaban preparando los dueños de casa, así que lo voy a hacer. Si buscaban un “pero”, están equivocados. Podría hablar de algo de eso y lo voy a hacer.

Elijo hablar primero de los dueños de casa, los padres del gran Sebita. No voy a detallar más que sus nombres, porque con eso basta (por lo menos para las personas con códigos, que son las mejores porque entienden todo antes y con mucha más facilidad). Miriam, mamá Boglione, se llama Miriam, como podrán ver, pero a la vez no: su Documento Nacional de Identidad dice otra cosa. En realidad se llama María del Luján, pero le dicen Miriam. A mí, Diego Germán Vigna, me dicen Titi. A ella, María del Luján, le dicen Miriam. Si alguien tiene algo malo para decir, o considera ridículo esto, que se vaya a la concha de su madre. Quién no quiso tener un apodo que no lo fuera: un apodo-nombre, un seudónimo con más cuerpo que el nombre real, un Sello de Calidad. Mirtha Legrand se llama Rosa. Andrés Rivera, que en este preciso momento de la mañana se debe estar quejando, se llama Marcos Ribak. Y Miriam se llama María del Luján. Una celebridad en Monte Buey. Una verdadera genia.

Papá Boglione, por su parte, tiene otro nombre que ha marcado a nuestra generación. Es más, me arriesgo a decir algo: por fin conocemos a alguien que lleve puesto este nombre, poseedor de una potencia arrolladora, de una capacidad goleadora sin límites, una locomotora del fútbol. Estoy hablando de Ronaldo Boglione, papá de Sebastián. Ronaldo nos hizo el asado ese sábado al mediodía: Ronaldo es mucho más alto que Ronaldo el brasileño; sabe muchas más anécdotas que él (el brasuca, pelotudísimo, se pasó toda la vida adentro de un vestuario), es muchísimo más inteligente, sencillamente porque no es jugador de fútbol y, además, como si fuera poco, lo distingue algo fundamental, algo que Ronaldo el brasileño hubiese querido tener y no-lo-tuvo-ni-lo-va-a-tener, y se caga por pajero: Ronaldo Boglione está asegurado. Administra una empresa aseguradora, y si el Ronaldo brasileño llegara a visitar, algún día, Monte Buey, y le pidiera cobertura a su tocayo Boglione, esto es, una buena cobertura contra granizo y contra rotura parcial y/o total de ligamentos cruzados, anteriores, posteriores y laterales de rodilla, ya sabemos qué es lo que respondería el dueño de casa:

“Cagate, gordo. Ni en pedo.”

Alejandro B. nos llevó después de comer a conocer el Club Matienzo. Con él comparto algo que no comparto con muchos (podría decir, de hecho, que sólo comparto con él lo mismo que comparto con Luis Zegarra: compartimos los tres lo mismo): el diálogo no-verbal. Nos miramos y dialogamos: uno hace la pregunta y el otro responde, pero ninguno mueve la boca, ni las cejas, nada. Sólo intercambio de miradas. Camino al club, por ejemplo, fuimos uno al lado del otro, dialogando. Ni siquiera nos mirábamos: así y todo yo le pregunté con mi mente si el Bambino Veira había jugado en Huracán, y él, sonriendo, me dijo con su mente: “por supuesto”. Después, mientras Sebastián hablaba, Alejandro me hizo una pregunta con su mente: “¿Conocés a alguien que haya jugado en los cinco clubes grandes del país?”. Yo entonces sonreí, y lo miré con cara de verga: “a mí no me vengas a engañar”, le dije, “nunca nadie jugó en los cinco grandes”. Entonces sí me miró, y sin mover la boca ni emitir sonidos me dijo: “decime entonces alguno que haya jugado en cuatro equipos grandes”. Me froté la nariz, me saqué un moco, y le respondí: “el Betito Carranza”. “Y decime vos algún futbolista que se haya puesto tres camisetas de tres selecciones nacionales diferentes”, le solté. Alejandro se puso serio. “Alfredo Di Stéfano”, me respondió.

“Perfecto”, dije con la mente.

En el Club encontré lo más lindo de Monte Buey. De esto me hago cargo. Aclaro desde ya que los otros no tuvieron nada que ver. No hablo ni del micro estadio de fútbol (salimos a la cancha por el túnel, como se debe), ni del quincho, ni de las parrillas, ni de la pileta climatizada que están por inaugurar, ni de la pileta sin climatizar que ahora está vacía, ni de las canchas de tenis, ni del gimnasio mismo, hermoso. Hablo de lo que había adentro del gimnasio. Lo más bello que hoy en día ostenta el pueblo de Monte Buey.

La profesora de patín.

Sé que esto puede leerlo mi amada novia, y todas las novias monteboyenses, y todas las mujeres del mundo occidental, porque este blog tiene un promedio diario de seis millones y medio de visitas (ustedes saben que la gente no apuesta nunca al diálogo, por eso la cifra no se refleja en los guarismos de los comentarios), pero si me estás leyendo, profesora de patín del Club Matienzo, quiero que sepas que nos envuelve el mismo universo, el mismo caos interestelar que todo lo mancha, y que por lo tanto vos y yo tenemos algo en común. Si me estás leyendo, profesora de Patín del Club Matienzo, quiero decirte que hasta hoy recuerdo cada una de las prendas que vestías, recuerdo las caras alegres de todas las chiquitas que te seguían los pasos en el medio del salón, dibujando círculos concéntricos sobre el parquet flotante, los mismos círculos que desde tu espalda blanca nacían para cerrarse en esa pequeña porción de piel de mi cara donde confluyen, al mismo tiempo, mi ceja derecha y mi ceja izquierda. Si me estás leyendo, o si alguien te muestra esto, profesora de patín del Club Matienzo de Monte Buey, quiero que sepas que vos sos, para mí, ese tipo de mujer que me hace pensar, justamente, que nunca, pero nunca, podría hacerme mujer, y quiero que sepas que yo sé que el pelotudo del profesor de básquet es tu novio, y que me importa un carajo que así sea, porque yo te prefiero así: livianita, etérea, flotante, con tu disfraz negro, sonriéndole a los chicos, en medio de un salón que podría haberse construido en cualquier lugar del mundo para fabricar y luego esconder una inmensa ojiva nuclear, asesina, demoledora, pero que se hizo en Monte Buey para que vos llegues al pueblo y te cobijes allí adentro, en el centro mismo de este maldito universo.

Perdón. Continúo. Después del gimnasio buscamos el auto y nos fuimos para las afueras del pueblo. Lo que viene en la próxima entrega es la visita a Saladillo, un pueblo de 200 habitantes que un día en el año, el 24 de septiembre, recibe la visita de 50 mil personas. Usted, lector ya aburrido, se preguntará qué evento produce que un pueblo de 200 sea ocupado por 50 mil. ¿Fútbol? No. ¿Negocios? Tampoco. ¿Soja? Ni. ¿Muerte? Puede ser, algo así. ¿Enfermedades? En parte. ¿Milagros? Eso. Religión. La vida de Saladillo, que tiene algo así como 400 años, es la vida de los milagros y la religión. Y también la vida de la muerte, porque lo más lindo del pueblo es, sin duda, el cementerio.

23.6.08

Hoy el Gus duerme conmigo


Un perro de tres patas, un ojo y sin pelo ganó el concurso del más feo del mundo

Se llama Gus. El certamen, "Perro Más Feo del Mundo", se realizó en la feria Sonoma-Marin, en California.

Agencia AP

Gus el perro tiene tres patas, un ojo y nada de pelo, excepto por un mechón blanco en la coronilla, pero aún así es un ganador.
El perro, de pedigrí y de la raza chino con cresta, ganó el concurso del "Perro Más Feo del Mundo", el sábado en la feria Sonoma-Marin en el norte de California.
Su propietaria, Jeanenne Teed, llevó a Gus desde Saint Petersburg, Florida, para que compitiera por el dudoso honor.
Tras la emoción del momento, Teed expresó la reacción del perro: "Bueno, creo que justo ahora está listo para tomar una siesta".
La raza de perros chinos con cresta es una de las candidatas favoritas en el concurso anual. El campeón del año pasado, Elwood, fue una cruza entre un perro chino con cresta y un chihuahueño.
La propietaria de Gus ganó 500 dólares y viajará a Nueva York para participar en el programa CBS This Morning. El concurso será transmitido por el canal Animal Planet en octubre.


18.6.08

Brainstorming


Los señores Juan Ricardo Personal, Enrique Claro, Adalberto Ismael Movistar y Pedro Nextel se juntaron, como todos los lunes, a desayunar.
-Sinceramente, no me gusta la idea -dijo Nextel.
-A mí tampoco, es pelotuda -dijo A. Movistar.
-Entonces no sé qué otra cosa podemos hacer... -se resignó Juan Personal.
En ese momento Enrique Claro levantó la cabeza. Tenía una cucharita en la mano; la chupó, le sacó la espuma, sonrió, miró a sus amigos de toda la vida. Y dijo:
-Se van a morir. Ya sé. ¡Mandemos un mensajito invitando a cacerolear!

15.6.08

Apuntes de un changuito que come todos los días

I. Andróginos

Hombre o mujer, mujer u hombre. Las dos cosas. Neologismo de vuelo corto, presidenta de una nación macho, presidente de su esposa, prescindentes de la República Argentina. Lo primero que quiero apuntar es este molde-modelo-posmo pero con reminiscencias del cincuenta y pico, que se veía venir, desde lejos, galopando: un andrógino como presidente que ni siquiera es Ziggy Stardust, no nos nutre con canciones tristes y esperanzadoras a la vez, sino con un gabinete de enanos y bigotes que responden tal como lo exige el dogma. El hombre al poder, la mujer a la retórica. Ayer el hombre tomando La Plaza y la mujer encerrada en su despacho; el gabinete de ella escoltando a su marido pero los dos ministros más fuertes sentados en la rueda de prensa, explicando la posición del gobierno frente a los sucesos acontecidos en Gualeguaychú, defendiéndolo todo. Nos chocamos, entonces, con un primer momento esclarecedor: después de las especulaciones exitistas de octubre pasado, producidas por una mayoría de electores kirchneristas que festejaban “la inteligencia de esta gente, que supo construir poder recién al llegar al gobierno, previa ley de lemas, y ahora hacen esto para que la gente no sepa quién gobierna”, después de las especulaciones materializadas casi a la perfección, después de eso la cuestión ya no gusta. Ahora esa lucidez estratégica es sinónimo de una de las variantes de la inseguridad. ¿Quién gobierna, entonces?, me pregunté ayer, cuando ella tomaba té earl grey Lipton en su despacho y él organizaba por chat la toma de La Plaza. Gobiernan los dos, me dije. Pero en un solo cuerpo. Dos entidades que comparten un mismo cuerpo no material, sino ideal, desde lo más antiguo del término. Un cuerpo inasible y sustentado con lo más recalcitrante del dogma General. Algo así como un flan ácido, cítrico a primera vista, que en realidad es un budín de pan o, visto de otro modo, un bloque casi indestructible (indigerible) de miga. Mucha miga.

II. “Vayan todos a la plaza antes de que lleguen los gorilas”

Dijo el bizco. Hombre del sur del país, que conoce el frío, el viento, la tempestad, la soledad, y múltiples formas de almacenar. Un hombre que supo engendrar, como cuatro o cinco colegas de otras provincias antes vacías, un imperio donde en un comienzo no había nada más que tierra. Puedo nombrar algunos casos, se me vienen rápido a mente: Neuquén: Sapag; La Rioja: el innombrable; San Luis: Rodríguez “pancho” Sá; Santiago del Estero: carteles de Juárez, e-te-cétera, e-te-cétera, y vamos todos: e-te-cétera. “La plaza es nuestra” dijo el bizco y salió corriendo, un poquito hacia la derecha y otro poquito hacia la izquierda, como es de esperar (no por lo de los ojos, sino por lo otro), y se olvidó (se sigue olvidando) de algo importante. Esa plaza, para un peronista del interior, no existe. Los peronistas del interior, a la plaza, la ven como una foto: para Parrilli, actual secretario general de la presidencia y eterno muerto político neuquino, la plaza no era más que una foto con gente metiendo las patas en el agua de la fuente. Para el Bizco lo mismo. Por lo tanto, el hombre se equivoca. La plaza de mayo es para el peronismo del interior lo que fue el alunizaje para los americanos. La plaza es propiedad exclusiva de los cuerpos que allí nacen, que allí viven, que desnudan sus inquietudes entre esas palmeras mal colocadas, todos los días; es de los que pueden llegar “volando” allí, y que ven pasar a las masas como en un retroproyector; es de los cuerpos más ubicados, los que mantienen la perspectiva, los que dependen de ella. Esa plaza es gorila desde el momento en que los imberbes dieron la vueltita y partieron, justo cuando el General pensó que los había echado. El gorilismo es genital: la forma lingüística de la última revancha. No hay espacio más gorila en el país que La Plaza. No hay cuerpo vivo más gorila, en el país, que las palomas. La plaza fue, es y será de las palomas. Y la entidad Kirchner lo sabe. Siempre lo supo, porque la veían por televisión (incluso cuando estudiaban en La Plata: allí se juntaban en torno de los bustos que la masonería dejó abandonados en la plaza principal, esos bustos que miran, y miran, y miran).

III. Dos letras de un mismo tema

Ayer, la represión que hubo en Gualeguaychú desató cacerolazos espontáneos en distintos puntos del país. Pregunta: ¿reprimeron, realmente, esos hombrecitos de verde? Respuesta: ¿Y a vos qué te parece, la concha de tu madre, que estás sentado como un duque delante de esa computadora? Más vale que pegan. Sino para qué van. Otra pregunta: ¿fueron realmente distintos esos puntos del país? Veremoslón. Cacerolazos en Barrio Norte, Recoleta, Palermo, Caballito y Olivos, dentro de la ciudad de Buenos Aires. Cacerolazo espontáneo en el centro de la ciudad de Córdoba. Ah, entonces no eran distintos. Se sucedieron en un mismo punto del país. Pero lo que me importa, acá, más allá de las cacerolas, no es que me peguen, o salvarme de caer preso con De Angeli y escuchar durante seis horas su voz ronca; acá lo que me importa es lo que vende, los cánticos: me importa, como dije desde chico, las letras de las canciones, porque un buen tema sin letra queda ahí, flotando… es verdad que gusta, y pega, y transmite, pero luego queda ahí, flotando, se lo vive intensamente los primeros días, se lo estudia después, un poco, y se acaba, queda postrado, resonando para sí mismo. Algo así como las noticias. Como Macarrón, la plata de Santa Cruz, el tren bala, el subte en Córdoba o Rosario, Botnia, ese tipo de cosas, donde no hay mucha letra. Las canciones de ayer, sin embargo, fueron doblemente esclarecedoras: digo “doblemente” porque se escuchó una misma canción con dos letras, al mismo tiempo, sonando en canon, y bien. En la puerta de la quinta de Olivos se reunió la gente a protestar, y luego llegaron las fuerzas de choque del gobierno. Hombres de D’Elía y luego unos equipos de lacrosse mandados por Guillermo Moreno. Entre los jugadores de lacrosse que mandó Moreno se encontraba Jorge “Acero” Cali, ex campeón mundial de Kick Boxing. La última vez que lo vi pelear, un brasileño le metió un pesto que lo dejó como un testículo de ciclista dopado después de una carrera. Rojo, hinchado, quedó Cali. Ayer fue a Olivos a desalojar la “puerta de casa”.

Chocaron entonces la patota y la “gente común”, que fue a cacerolear, a pedir diálogo, charlas, discusiones. Con esto vuelvo en un rato. La cuestión es que cantaron, se pelearon, al principio, con canciones. La gente cantó “Argentina, Argentina”, y los hombres de cuero respondieron con otra letra: “Cristina, Cristina”. Una canción con nombre de mujer. Después los de cuero comenzaron a cantar la marcha peronista. La “gente común” respondió entonando el himno nacional. Cantaron a la par, terminaron llamativamente juntos. Sonrieron todos, al final: se dieron cuenta que duran lo mismo.

IV. El diálogo

Qué copado que en un país como éste, ahora todos, absolutamente todos, peleen para que se “abra”, para que “brote”, para que “nazca” el diálogo. Todos por un sinceramiento. Cristina acomoda los microfonitos con los pulgares y los dedos índices. A Martín Lousteau lo escrachan en un restorán de París, y le piden que abandone el lugar por ser el responsable de arruinarlo todo. D’Elía insta a la gente a que se arme para combatir a la oligarquía. La mesa de enlace dijo que estaba bien ese asuntito de usar la plata de las retenciones para construir hospitales y escuelas, pero en realidad resolvieron que vamos, señores, la cosa pasa por otro lado ¿eh? Es la política agropecuaria lo que se discute, ¿o no? Es eso lo que hay que resolver, chango... y bien a lo gaucho, con diálogo. El diálogo con papá, justo hoy, en la punta de la mesa (está torcido y serio, le regalaron una afeitadora eléctrica). El diálogo con el policía que te averigua los antecedentes in-your-face. El diálogo con el que te corta la entrada. El diálogo con el artista, desde la butaca al escenario (es un tipo copado, no sabés como charla con la gente cuando está ahí arriba). El diálogo del empleador enfermo con el empleado sano. El diálogo del vendedor, pre y post venta. El diálogo entre el torturador y el torturado. El diálogo del sojero con la chica de la cabina de peaje: “Hola”. “Hola, buen día”. “¿Cómo te llamás?” “Karina”. “Hola Karina. ¿Y estás siempre acá, te toca siempre esta caja?”. “A veces, depende del día. Hoy es domingo y sí, pero de lunes a sábados me cambian de peaje, tengo que viajar hasta el otro”. “Bueno, ojalá de cruce de nuevo, Karina. Si es que no te molesta... ¿te molestaría si te vuelvo a ver?”. "¿Cómo?". "Digo, si nos vemos de nuevo, ¿te molestaría, Karina?". “No, todo bien señor. Buen día”.

13.6.08

Quinta entrega: sobre cómo impacta la luz del día en las formas de Monte Buey

Monte Buey es un pueblo donde todo, como mínimo, sucede dos veces. Digo “como mínimo” porque pueden ser más de dos las repeticiones de un suceso, según intervengan o no los vecinos: el número “dos” funciona como piso por la naturaleza del pueblo, tal como figura en la tercera entrega. La partición de las vías reproduce los acontecimientos aunque a muchos no les guste; es verdad que no hay dos municipalidades (está en el lado del club San Martín), como también es verdad que las casas de las mujeres lindas y jóvenes de Monte Buey no aparecen repetidas en el mapa (las hay de los dos lados: las del lado Matienzo son copadas, comprensivas, un tanto egocéntricas; las chicas lindas del lado San Martín son lindas pero no entienden absolutamente nada de nada, tienen novios feos que serían rugbiers si en Monte Buey existiera el rugby, y, por sobre todas las cosas, se creen de diecisiete a diecinueve veces más lindas de lo que son). Pero así como las cosas materiales en Monte Buey, “están”, “son”, una sola vez, a pesar del hemisferio que los cruza, y así como los acontecimientos suceden, como mínimo, dos veces, por esa misma necesidad de distinguir un lado y el otro (lo mismo que hacen hombres y mujeres, en todo el planeta, con sus genitales), también los hechos pueden suceder muchas más veces, y así es como toman protagonismo los vecinos. Supongamos que algo pasa en el flanco Matienzo. Pero nada en el ambiente ni en la atmósfera monteboyense permite que, dentro de las dos horas de acontecido el hecho, la gente de San Martín se entere. Allí aparece la gente del costado involucrado: son los comentarios los que reproducen una y mil veces lo sucedido, hasta donde el “mercado” lo regule; así como alguna vez Adam Smith, sentado en su inodoro marca Traful (no el inodoro que nosotros usamos en estos años del mundo, como un embudo, sino un inodoro con escalón grande, con cascada, ese modelo que obligaba a estar atento a lo que uno “hacía”, para no exagerar con el volumen y, en consecuencia, para no mancharse la cola), pensó en transmitir su idea de los guantes mágicos que regulan la economía como se les canta (¡charán! coincidencia) el orto, sin que se meta nadie, y que así la economía iba a encontrar sus propios límites, así, de ese mismo modo, los comentarios sobre los hechos acontecidos en Monte Buey frenan cuando encuentran sus propios límites. Allí, entonces, las cosas suceden como mínimo dos veces. Por las vías o por los vecinos. O muchas más veces. Según lo regule el mercado.

Nos despertamos el sábado durmiendo todos juntos. Lo llamativo es que nadie tocó a nadie, a nadie le dolió la escarapela color tierra, y nadie se quejó de nada. Los dolores presentes al mediodía del sábado tenían que ver con el alcohol, o con el exceso de luz en la habitación. Despertamos en la parte alta de la oficina aseguradora, una extensión de la residencia Boglione. Dormimos frente a un anaquel completamente atestado de revistas El Gráfico, separado por años de publicación y propiedad de Alejandro, que se casó y no se llevó las revistas a su casa, lo que indica que la santa de su esposa (es una santa en serio) se paró arriba del freno con un objetivo entre ceja y ceja: “ni se te ocurra traer acá esa montaña de mugre que lo único que hace es juntar arañas”. Efectivamente, entonces, las revistas juntaron arañas, cuatro en este caso, arañitas nosotros (José, Santiago, Pastor) y tarántula sin pelos en el caso de Sebastián, todos durmiendo frente a las revistas. Frente a mí, insisto, que estudié fútbol desde niño, cientos y cientos de Gráficos. Frente a todos. Gráficos y arañas entusiasmadas, enloquecidas. Entonces usted, afamado lector, se preguntará qué hice con todo eso. Qué hicimos. Qué hicieron.

La respuesta es que yo no hice nada. No abrí ni un solo número, ni un ejemplar, nada. Más de la mitad de las tapas que alcancé a ver, alguna vez las había tenido en mi poder: habían sido mías. Yo mismo coleccionaba El Gráfico, cuando chico: una vez hubo paro de aviones (la revista salía en Buenos Aires los lunes de todas las semanas, y a Neuquén llegaba por avión en la mañana del miércoles) y la revista aterrizó recién el sábado, y el viernes previo este pastor que les habla se largó a llorar. Mi papá, ex futbolista, me preguntó por qué lloraba, y yo le dije que necesitaba El Gráfico porque ya era tarde y no sabía los detalles de lo que había pasado en la fecha, quería ver los puntajes, y encima se venía otra fecha en dos días y yo no tenía el material de la fecha pasada. Mi papá me miró. “Mañana vemos”, me dijo. Al otro día llegó la revista, Ramón Díaz en la tapa, River iba a salir campeón en forma holgada, y él mismo, mi papá, sacó los cuatro pesos que costaba, la compró, y me la dio. Y yo miré la tapa, absorto, en el medio de la esquina de Irigoyen y Roca, en Neuquén, como miré esa misma tapa, absorto, 17 años después, en la parte alta de la casa de los Boglione, un sábado al mediodía en Monte Buey, y no la abrí. No quise.

Corto acá porque, como ustedes podrán advertir, estos son los momentos en donde uno, de a poco, muy lentamente, con la sutileza y la tenacidad que transmite el arrastre cuerpo-a-tierra de un caracol, comienza a darse cuenta de esta enumeración: que cada día soy más y más pelotudo; que a la pelotudez no la regula ningún mercado, ningún guante: sencillamente no tiene límites; que lo pasado no va a volver a pasar, la puta madre que los recontra mil parió, ya no más; y, por último, que me estoy poniendo un poquito, un poquitito viejo.

Mamá Boglione preparó arroz con pollo y otro millar de bocados. Almorzamos. La tarde venía fuerte: visita guiada al club, visita a la confluencia del río donde la gente pesca, visita a Saladillo, un pueblo viejísimo en serio y con cosas hermosas para contar, picada en la casa de la familia L., y antes de la picada, y como último evento bajo la luz del día, visita a un puente. Un puente ferroviario, sin columnas en el medio, de hierro, que alguna vez fue el puente ferroviario de hierro sin columnas en el medio más largo de Sudamérica. Aunque ahora no lo es, y no sabemos por qué.

12.6.08

Cuarta entrega: acompañar a Cruchi en Monte Buey

Sentados los cuatro (ejerciten la memoria: Sebastián, José, Santiago, ío) en una mesa de Tenebria, el bar oscuro, las paredes vestidas con pinturas de mujeres malas, allí entra Cruchi y algunos de los otros amigos, entre ellos Luis L., que dentro de unas líneas va a obtener protagonismo y luego será objeto de una reseña propia, para él y su familia. Sebastián presenta a Cruchi: Cruchi nos sonríe. Sebastián acerca sillas a nuestra mesa: Cruchi viene de nuestro lado. José contra la ventana, como Santiago; quien les habla en una punta. Sebastián, Luis y los otros en la otra punta. Cruchi sonríe, sentado a mi lado. Camisa blanca, cortita. Dedos gordos. Y los ojos.

Pregunta: ¿alguien puede explicar los ojos de una persona como Cruchi con un par de detalles precisos, ocurrentes? Sí. Pregunta: ¿puedo yo explicar todo lo que había esa noche en los ojos de Cruchi? No. Pero intento. Cruchi nos sonríe, se levanta de su silla, baila allí mismo, en su lugar, sin mover los pies: el movimiento es vertical, parece saltar pero no lo hace, parece caerse pero tampoco, los puños cerrados pero amables, es decir, muestra los puños al revés, como si mostrara las palmas pero apretando los dedos, y sonríe, y la camisa, que le queda corta, deja ver -por debajo de la tela- la parte inferior de la panza, a Cruchi se le escapa la panza por debajo de la camisa. Entonces se sienta. Nos mira a Santiago y a mí, nos quiere decir algo: le vemos los ojos.

Las pupilas de Cruchi están dilatadas. La música suena muy fuerte en todo el bar. Santiago me mira y yo le devuelvo la mirada y pienso, justo en ese instante, que Monte Buey es un pueblo como cualquier otro, hermoso después de una tormenta, y que la persona que tengo sentada al lado reúne en sus ojos toda una historia de silencios, un puñado de millones de tiempos muertos en el fulgor de los ojos del borracho del pueblo, que no es mendigo ni grosero ni maleducado: es, sencillamente, un tipo maravilloso como Cruchi, un tipo que está complicado y no puede dejar de tomar. Esto último, lo que acabo de decir, es información posterior al tiempo del relato: algo que debería ir después, pero que quiero repetir ahora. Los ojos de Cruchi son los ojos de una persona que no puede dejar de tomar. El vidrio de los ojos de Cruchi hace brillar los vasos, los hielos, el tiempo perdido en el pueblo, la ventana de Tenebria, cientos y cientos de primeras tardes en los quiebres de los cordones de las calles vacías. El vidrio de los ojos de Cruchi reúne payadas insólitas, ridículas, absolutamente ajenas a cualquier rima, pero inolvidables, graciosas, lapidarias. El brillo en los ojos de Cruchi fue, en ese momento, para mí, suficiente.

-En deeeeee agampeeeee geeeennnnnnnn vení amm cuchennn –nos dice Cruchi a Santiago y a mí: se acerca, toma un vaso, bebe fernet, pestañea.

Nosotros lo escuchamos.

Alguna vez tuvo un Renault 12 y lo paseó por los dos hemisferios del pueblo; un 12 viejito, creo que pintado de un color cálido. Alguna vez Cruchi fue heladero: trabajó en una heladería con un delantal estirado, seguro, y sirvió helado para todo el pueblo, para los chicos de Monte Buey, para las señoras de Monte Buey que giraban, después de pagar, y decían para sus adentros “borracho”, y que luego esperaban la llegada de la noche para volver a tomar (a escondidas de sus maridos); sirvió helado para todos los hombres del pueblo, para los sojeros talentosos, para los obsecuentes, para los trabajadores, para los grandes tipos como Luis, para Romagnoli. No lo puedo asegurar, pero me juego la cabeza, aquí, en este tiempo indeterminado que es, a su vez, el momento en que Cruchi nos habla, aquí me juego la cabeza y apuesto a que Cruchi, alguna vez, le sirvió un helado a Romagnoli. Y apuesto a que después de servírselo debe haber sonreído. Y me juego la cabeza a que, después de sonreír, Cruchi dijo para sus adentros: “Romagnoli puto”.

En la madrugada de nuestra primera noche en Monte Buey, Cruchi nos insinuó esa línea de diálogo que detallé anteriormente. Terminó con el contenido de su vaso, desoyó los consejos de Luis L., pidió fernet para toda la mesa sin darse cuenta de que nuestros vasos aún estaban llenos, se paró, bailó en su lugar, mostró la última curva de la panza, se sentó, pidió un cigarrillo, nos llamó con la mano (recuerden que estábamos junto a él), y dijo:

-Crrrrreeeeeee iiiiiii íren, mirá, esto, fíjennnnn.

Nosotros lo miramos.

Fumó el cigarrillo hasta la mitad, con sólo dos pitadas. Miró al techo. Fumó un poco más. Y después Luis, desde la otra punta de la mesa, nos hizo una seña. Cruchi comenzó a hacer la misma pirueta con el cigarrillo que hacía Carlos Babington cuando dirigía a River, allá por los primeros años de los noventa (también dirigió a mi querido Racing, pero como solía hacerlo cuando el equipo iba ganando, casi no tuvo chances de jugar con el pucho en el banco del Cilindro de Avellaneda). Cruchi apretó el filtro con la lengua contra la pared interna de los dientes de abajo: lo dio vuelta. Escondió la brasa dentro de la boca: el filtro pasó a estar por fuera, la brasa adentro, es decir, logró poner el cigarrillo, encendido, al revés.

Todos lo mirábamos.

Recién después sopló. El humo salió por el filtro. Invirtió el procedimiento del cigarrillo. Quiso darlo vuelta para volver a la posición normal pero Cruchi tenía los ojos llenos de vidrio, y allí flotaba la parte fosforescente de la historia del pueblo, todas las horas de la siesta, los veranos en soledad, las noches de insomnio en su casa, solo, como siempre, una tele encendida pero sin señal, la humedad impregnada en las sábanas, el sonido agudo de los insectos, todo fluyendo en el cuerpo de Cruchi; quiso dar vuelta el cigarrillo para devolverlo a su posición tradicional pero no pudo, y se le trabó, y se quemó pero no sintió nada, y se le empastó la boca, y se le rompió el cigarrillo adentro, y lo masticó entero y, como un campeón, se tragó todo lo que pudo. Y lo que no pudo tragar, lo fue dejando sobre la mesa, de a miguitas marrones, entre los vasos.

Unos minutos después de eso, Luis L. ya no pudo más y lo arrancó de la mesa. Sólo a él. Todos lo saludamos y, después de tirar una frase más que pelotuda, como por ejemplo “qué personaje, che”, o “genio total”, nos quedamos en silencio. Luis lo subió a su camioneta. Le dijo cosas. Cruchi lo escuchó, mientras miraba por la ventanilla. Frenaron frente a la casa. Luis lo despidió, le palmeó la espalda. Cruchi tardó en bajarse: estuvo, esa noche, esencialmente borracho, ebrio en el corazón mitocondrial de todas sus células. Pero antes de guardarse a dormir, lo miró a Luis, ya fuera del auto (los dos, y el tablero, y la cuadra entera se reflejaban en ese brillo convexo, en ese vidrio ocular monteboyense) y le dijo:

-Viste, Luisito. Al final me mamé.

Y se fue a dormir, ese viernes, como cada noche de calma en el pueblo. Luis volvió al bar y seguimos charlando y tomando un poco más, mientras Cruchi, ya en su casa, completamente solo, hacía cosas que nunca nos iremos a enterar. Porque lo que piensa Cruchi no lo sabe nadie.

3.6.08

Tercera entrega: qué pasa con los edificios en Monte Buey

Me olvidé. Les hablé de edificios pero no les dije nada.
Es sencillo.
Como la ciudad está dividida por dos clubes de fútbol, cuando hacen un edificio de un lado, hacen un edificio del otro.
Lo mismo sucede con otras vicisitudes de la vida en sociedad. Cuando de un lado muere un anciano, otro anciano muere más allá de las vías. Esto es algo realmente llamativo: cada muerte en una fracción del pueblo se vio correspondida luego por otra muerte en la otra fracción. Y nunca nadie mató a nadie. Esto figura en el libro de las notas de color de las estadísticas montebueyenses.
Por eso, cuando alguien se enferma, otros también lo hacen. No por gusto, ni por lealtad a la tradición, sino por miedo.
Y les recuerdo: Cruchi nos sonríe.

Segunda entrega: las cosas que hacen de Monte Buey, Monte Buey

Monte Buey, entonces, es una ciudad bífida. Un espacio chato de edificaciones bajas, salvo algún que otro edificio (ya veremos cómo se originan los edificios allí), que está partido por una vía. De un lado de la vía, hay una versión montebueyense; del otro lado de la vía, su contracara. Lo interesante de todo esto no es la partición en sí, casi simétrica, sino las razones que dividen a la ciudad. No hay villas miserias: pensemos en una ciudad a la que yo, aquí, estoy llamando ciudad por una cuestión de respeto: también podría decir pueblo. Miro para un costado, miro para el otro: nadie en este recinto me ha escuchado, así que continúo con ese término. No hay villas miserias porque es un pueblo donde habitan algo más de 7 mil habitantes; no hay subdivisiones religiosas porque, como en casi todos los pueblos de la pampa gringa cordobesa, la iglesia católica posee la totalidad de las acciones que vuelven feliz o culposa a la gente. No hay, tampoco, una razón geográfica.

El pueblo está partido a la mitad por dos clubes de fútbol.

De un lado, el club San Martín, camiseta parecida a la del seleccionado argentino, igual a la de Racing (a ver, usted que sabe tanto: ¿sabe qué tienen de distinto las casacas de la selección y la de Racing? Si no sabe, entonces calle). Del otro lado, el Club Matienzo Mutual Social y Deportiva; rojo, blanco y azul a grandes franjas verticales, escudo en pirámide invertida. Yo soy hincha de Matienzo desde antes de conocerlo. No tuve grandes posibilidades de elegir. Sin embargo, cuando los Boglione nos llevaron a conocer las instalaciones, no tuve ninguna duda: soy hincha de Matienzo.

Quién manda en Monte Buey

Podría soltar aquí mismo una afirmación. El pueblo de Monte Buey está regido por dos grandes instituciones: el club Matienzo y el grupo Romagnoli. El club Matienzo, club del que soy hincha, por si no lo dije, ostenta una gran parte de territorio en la ciudad. Tiene un pequeño estadio de fútbol, con tribunas precarias (ojo: una de cemento) pero también posee un enorme gimnasio para usos múltiples, que incluye cancha de básquet, potenciales canchas de vóley, pistas de patinaje sobre ruedas, etcétera. Todo el gimnasio (realmente enorme) está revestido con un parquet que parece tener almíbar encima, en vez de plastificado. Todos los montebueyenses lo cuidan muy bien. Todos los vecinos cuidan de su club. Tiene, además, piletas comunes, una pileta climatizada a punto de inaugurarse, un quincho hermoso, más canchas de fútbol, canchas de tenis. Por otra parte, fuera del predio y ya en el “centro” del pueblo, el club Matienzo tiene un local de la Mutual en donde se venden todo tipo de productos. Sería como un local pequeño de Frávega, o de Red Megatone. Pero de Matienzo.

El grupo Romagnoli, segundo pilar económico de Monte Buey, es, como habrán de imaginarse, una institución sojera. Instalado a unos kilómetros del pueblo, el grupo Romagnoli erigió una ciudad de soja almacenada: silos grandes y anchos como rascacielos que lastiman el paisaje sin pedir permiso, con balizas en los sectores más altos de la estructura, un desfile de camiones a los pies de la ruta, vidrios espejados en la entrada al predio. Realmente un capricho faraónico, posible gracias a una multiplicidad de factores que generalmente reúnen las familias tradicionales y millonarias de la pampa cordobesa: desinterés absoluto por la estética, en todas sus versiones; omnipotencia material y por lo tanto trasladada al cuerpo; posibilidades casi nulas de comunicarse en voz baja; especulación permanente y solidaridad fluctuante para con los que no tienen nada. No tuvimos la oportunidad de conocer a los Romagnoli, pero sí pudimos disfrutar de otras construcciones de otros sojeros del pueblo. No recuerdo el apellido, pero puedo poner el ejemplo de un hombre que vive en las dos o tres manzanas centrales de Monte Buey, en una casa hermosa, y a su vez se construyó una casa de fin de semana, de no menos de 300 metros cuadrados, a 4 cuadras de la casa original. Un divino. “Vamos a despejarnos, negra”, le debe decir a su mujer; cargan un bolso con galletitas, una lap top y dos o tres películas de acción; caminan cuatro cuadras y están en la posada de los fines de semana. Hablo de gente (repito por si no se ha entendido) que literalmente no sabe qué hacer con la plata.

El centro

La plaza central es como todas las plazas de todos los pueblos de todo el país: una plaza central. En sus orillas tiene un banco, la mutual del club, una confitería demasiado iluminada para un pueblo de 7 mil habitantes, y un bar de rock: “…”. Perdón, no recuerdo el nombre. Intento de nuevo: “Tenebria”. Ahí está. Ahora sí. Un bar con una rocola moderna, que pasa un tema y su correspondiente videoclip. En la ventana del frente hay una larga tira de lucecitas azules, que titilan. En las paredes del bar hay dibujos de mujeres desnudas y malas, en el fondo una barra, en el medio algunas mesas. Allí nos sentamos después de cenar, la primera noche, después de aquel viaje con aquella tormenta. Cenamos en la morada Boglione, empanadas fritas, cerveza en lata, fiambres, salames, algunas cosas dulces, y nos fuimos al bar. En otro sitio del pueblo, Alejandro B. comía con sus amigos y tomaban e improvisaban parábolas metafísicas, payadas y rimas con una guitarra. Sebita B., mientras desfilaban las bebidas por nuestra mesa, nos dijo que en algún momento iban a caer todos los monos del pueblo, los amigos que resisten a las mujeres y estiran la noche allí, en Tenebria, todos los viernes del mundo. Por esa razón, ahora, para ustedes que leen, estamos sentados los cuatro protagonistas del viaje en una mesa del bar que les acabo de contar, tomando ferneses y esperando para conocer a los amigos de los Boglione. Esta es la situación antes de terminar esta segunda entrega. Ahora, para ustedes, y para mí que lo revivo, llegan. Llegan cuatro o cinco. Hombres de pueblo que dejaron a sus mujeres en la casa, durmiendo, como todos los viernes del mundo. Alejandro no llega. Fue a dormir con su mujer, después de la cena y las payadas. Los otros sí llegan al bar. Están solos, unas horas más, antes de empezar en serio el fin de semana. Salvo uno, que siempre está solo. Siempre. Un amigo del pueblo, no sólo de ellos, que nos sonríe cuando se presenta, y mueve la panza, y no controla las bolitas de sus propios ojos. No sólo tomó alcohol: está esencialmente borracho, naturalmente ebrio, inexorablemente en pedo.
“Él es Cruchi, ellos son mis amigos”, dice Sebastián.
Lo miramos.
Cruchi sonríe.

2.6.08

Dale, gringo, dale, dale, hacé eso que me mostraste

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A ver si alguien les hace abrir la boca.