17.4.08

Tenía un cuchillo clavado y no se dio cuenta

"Se sintió incómodo al acostarse, pero aun así no reparó en el cuchillo", dijo un médico que atendió a un hombre de la localidad rusa de Vólogda.
Agencia EFE

Un vecino de la localidad rusa de Vólogda ingresó en el hospital con un cuchillo de cocina clavado en la espalda, del que no se había percatado durante horas a pesar de sentir molestias, publicó hoy el periódico local "Premier". "
El mango del cuchillo sobresalía de la espalda cuando ingresamos al paciente. Se trata de un cuchillo de cocina de 15 centímetros de longitud. Traspasó tejidos blandos, pero afortunadamente no afectó ninguno de los órganos vitales. Tan solo rozó levemente la pared pulmonar. La operación fue mínima", señaló el cirujano Víctor Belov.
Según el médico, el paciente, Yuri Lialin, "se sintió incómodo al acostarse, pero aun así no reparó en el cuchillo".
El caso. Al parecer, fue un vigilante de seguridad y compañero de trabajo de la víctima quien le clavó el cuchillo.
Lialin contó que habían pasado la tarde bebiendo en la garita de vigilancia y en algún momento llegaron a las manos.
A la mañana siguiente, la víctima amaneció con una espectacular resaca, decidió ausentarse del trabajo y tomó un colectivo hasta su casa, donde desayunó y se acostó a dormir la mona.
Fue la mujer de Lialin, pasadas unas horas, la que descubrió el extraño objeto que sobresalía de entre los omoplatos de su marido.
"Ví brillar algo metálico que me recordó una horquilla", diría luego la mujer.
El agresor se presentó voluntariamente a la policía.
La víctima se encuentra en perfecto estado de salud y no tiene intención de presentar denuncia.
Aun así, la investigación, que se efectuó de oficio, ha concluido y el acusado recibirá su castigo, señaló Pavel Vorobiov, ayudante del fiscal de Vólogda, ciudad situada a 400 kilómetros al norte de Moscú.
(17 de abril de 2008, www.lavozonline.com.ar)

10.4.08

26

Lo primero que hice hoy (hoy es el día de mi cumpleaños) fue soñar con Guillermina Acosta. Por supuesto que no lo puedo explicar. Soñé que estábamos con todos los otros (si leen los otros ya sabrán quiénes son) en una especie de loft de pintor: con esto quiero decir un departamento gigante pero descuidado, con los techos altos, frío, pero reclutador de música y de gente. Daban ganas de estar ahí. Había pedacitos de golosinas tirados por el suelo; pedacitos de chocolates Tres Sueños e Intense de Cadbury, pedacitos roídos de Mantecol, y muchos papeles, papelitos recortados, que decían algo o, mejor dicho, que indicaban algún tipo de consigna especial, algo así como una misión que cada uno debía cumplir para un juego que todos jugábamos. Estábamos en Buenos Aires. Había una tormenta furibunda que golpeaba los ventanales del loft. Y yo tenía que tomar un avión para volver a Córdoba, en menos de dos horas.

Guille me decía “quedate”. “Cambiá el pasaje, son unos manguitos”. Y sonreía.
Yo le preguntaba: “¿ese es tu novio, el que está ahí parado?”
“No”, me decía ella: “es mi papá”.
La bola nos miraba desde lejos, transparente.

Entonces me llamó Federico. Antes de agradecerle el llamado le dije que estaba soñando con Guillermina Acosta justo cuando sonó el teléfono; segundos antes de despertarme. Él me dijo “feliz cumple” y también me contó que días atrás fue a ver la obra infantil de Guille (es bajista y actriz) en la que hace de buena y de mala. De una suerte de Cenicienta y de una suerte de Malévola. “Tenían unos vestidos divertidísimos”, me dijo mi hermano, Federico.
Lo segundo que hice hoy, el día mi cumpleaños, fue matar una araña en la pileta de la cocina. Me levanté atascado, fui a tirar unos papeles y sí, debo confesarlo, perdón má que estás trabajando y yo no: escupí. Escupí maravillosamente bien en la pileta, salió un cuerpo concreto, conciso, ovoide, verdiblanco, dirigido justo al círculo del resumidero, y la araña se asustó y empezó a correr en contra de la pendiente.
“Pero es mi cumpleaños”, pensé, y abrí la canilla: no llegaba a mojarla, usé la mano como un cuenco y le tiré agüita, la empapé, arrugó las patas, se hizo la muerta, finalmente murió, y la dejé caer por el agujero. Esa fue mi segunda cosa.

Estoy en la estepa, vine a pasar mi cumpleaños con mi familia. Llegué ayer y fui directo a la casa de Pablito, un grandísimo amigo que no veía desde quinto año del secundario. Repito: desde quinto, ocho años atrás, sin ningún tipo de contacto, porque se fue a estudiar y luego a trabajar afuera. No tiene sentido hablar de lo que le sucede a este cuerpito cuando llega a Neuquén; sólo revisar antiguos posts. Relato entonces mi viaje en el mismo auto que nos llevaba cuando chicos, rumbo al colegio; manejé hasta la casa de su familia, en el bajo neuquino; bajé, toqué timbre, me abrió el tío, me hizo pasar a la planta inferior, llegué a la oficina que había visto por última vez para algún trabajo práctico y ahí estaba, Pablito, impecable, ancho como siempre, incólume, “Qué hacés, Titi, la concha de tu madre”, nos abrazamos, nos sostuvimos recíprocamente por nuestras nucas, salió corriendo al kiosco, compró dos Coronas y entonces le dije “¿qué sos, hijo de puta? Decime lo que sos”, “soy analista financiero”, y “vos estás más ancho y te estás quedando pelado, ¡estás muy bien Tití, esos brazos no son los de un escritor, miráte así armado, boludo!”

Nos prometimos disfrutar de algo, desde ayer al mediodía, cuando empezamos a embriagarnos: de la enorme posibilidad de planear nuestra puesta al día. Teníamos, a partir de ese momento, y tenemos aún, la chance de contarnos la vida del modo que a cada uno le parezca mejor, de a capítulos anecdóticos o en sentido lineal, o como sea. Ayer salimos a brindar (ustedes, los Guillermo Martínez en Acerca de Roderer, los genios aburridos y atentos, podrán decir que entonces mi salida con Pablito, después de ocho años, fue lo primero que hice en mi cumpleaños, y en parte tienen razón. Pero en parte. Primero, porque a las doce en punto me llamó la Merita; segundo, porque también saben que a veces el día se cuenta desde que se hace de día, así que respétenme, o respeten mi decisión: es mi cumpleaños) y antes de mancharnos con el reggaetón de los miércoles en Neuquén pudimos hablar como hablábamos ocho años atrás, y hablamos de las sensaciones idénticas que tuvimos a diez mil kilómetros de distancia, y él eligió contarme su vida al revés: ayer a la noche empezó por el final. Y así. La noche estuvo muerta, pero no esperábamos mucho más de nuestra ciudad, que desde la muerte nos hizo así, casi vivos. Y Pablo tomó Iguana, comió una papita, le dio una seca al pucho, hizo una pausa: me dijo “escuchame, Titi, yo te voy a decir lo que pienso ahora: pienso que el amor adolescente es la sensación más intensa que vive una persona sin saberlo”.

“Es la maldición del recuerdo: sabemos lo que es el amor ahora, entendemos de qué se trata estando así, desencantados, cuando todo se endurece”, me dijo. “No vamos a volver a sentir que no nos alcanza el aire”.

En esta estepa que manuales como Neuquén, mi provincia indican como seca y árida, de bajísimo nivel de precipitaciones, con plantas distintivas como el alpataco, que es un cardo, y el coirón, que es un yuyo, en esta estepa, decía, al mediodía del 10 de abril, llueve. Hace frío, eso no es novedad. Pero llueve.
Y en esta lluvia helada como la gran puta, en esta boca seca por la resaca de miércoles y en esta habitación en penumbras (quizás la mejor penumbra que yo haya visto) reside entonces la fragilidad de la que habla el chileno Zambra: la fragilidad de mi escritura, su absoluta lejanía respecto de las cosas que quiero decir, la imposibilidad evidente de no poder describir, en esta seguidilla de tecleos, lo que flota en este aire, la densidad de lo que miro, la severidad de los ladridos de la cuadra.
Lo que intento decir es eso, entonces: lo que afirman algunos, ciertas entidades, volúmenes corpóreos, segundos vocales del mundo, por ejemplo, o subcomisarios del pensamiento universal, o secretarios privados de la humanidad. Dicen que hoy cumplo veintiséis años de tiempo.