23.3.07

Zoom politikon

Dentro de muchos años
minutos antes de perder
mis envidiadas cualidades
(mi carácter, mi temperatura)
quisiera encargar una tardía
encuesta a boca de urna
para que mis hijos y nietos
seguramente publicistas
evalúen los guarismos
midan con palabras
sepan cuántas veces
merecí haber muerto antes

22.3.07

La vida ajena

Los ojos de las personas mayores me generan sospechas. No es que tenga desconfianza por cómo pueda afectarme la mirada de un anciano, ni que sienta miedo de sufrir algún hechizo maldito por el solo hecho de encontrarme demasiado joven frente a ellos, sino que sospecho del brillo que cargan, de ese fulgor templado que los inunda por dentro y que a su vez contagia a cada persona que esté cerca, quitándole un poco de vida por un instante, actualizando en un lento parpadeo la finitud de las cosas. Hasta hace un tiempo pensaba que el momento más grave de la mirada de un anciano se distingue cuando alguno de ellos demuestra alegría: todos podemos ver la muerte en los ojos de los viejos cuando se les recibe un nieto, o reviven cierta infancia ajena en un video, o cuando asisten al casamiento o bautismo de un familiar. La alegría mezclada con emoción les impregna en las pupilas un brillo inmediato y letal, fruto de un tiempo indeterminado que tritura la materia, la respiración, el temblor de la voz. Un velo que los sorprende sonriendo y con las manos vacías; la combinación abismal que surge de un presente agotado y el propio abandono.
Pero ahora pienso otra cosa. Ahora conozco el momento exacto en el que la muerte se desparrama como un perfume entre viejos y jóvenes. Una revancha involuntaria que los vuelve tan frágiles como siniestros, a la hora de recibir ayuda, en el reflejo del tumulto.
Hablo del momento en que un anciano se cae. Horas atrás, mientras esperaba el cambio de semáforo en una esquina, se desplomó frente a mí una señora que no pudo escalar bien el cordón de la vereda, y que terminó golpeando el borde de cemento con la punta de su zapato para terminar de cara contra el suelo, sin siquiera lograr un poco de amortiguación con los brazos. Me acerqué para auxiliarla junto a otras dos personas, tratando de disimular un poco la risa (nadie puede negar que un tropiezo en la calle hace reír a cualquiera, como tampoco se puede negar que la mayoría de los que alimentan el ridículo son personas mayores), y me encontré de frente con la marca turbia de la muerte: el sello oculto en unos ojos desorbitados que no entendían lo que había pasado; una señora que no lograba comprender cómo había llegado hasta ese lugar, en ese estado, ni quién había tomado la decisión de disolver su equilibrio y precipitar ese sueño negro.
Intenté hacerla reaccionar con un pequeño sacudón de hombros pero no hubo caso. Esa mujer me miró como se mira a la oscuridad, y sin darse cuenta me obligó a reproducir la silueta del espejo en el que pudo advertir, por un segundo, su propia muerte. Los otros, alrededor, la peinaban y le preguntaban si estaba bien, si sentía algún dolor, si necesitaba hacer una llamada telefónica. Pero a ella no le salía otra cosa que mirarme. La frente. Los labios. Por último los ojos.
El tumulto terminó por disolverse y la mujer caminó despacio un par de cuadras hacia el sur, hasta que se mezcló entre la gente y la perdí de vista. Nunca voy a saber cuánto tiempo le habrá llevado desprenderse de mi imagen, de ese papel que me obligó a cumplir. No voy a saber si pudo hacerlo. Pero ahora me pregunto cuántas formas existen de controlar el fin de uno mismo a través de otro: cómo sacarle el jugo a la vida ajena, sin autorización, para luego rozarle la espalda a la muerte. Eso es lo que yo me pregunto ahora. Cómo evitar ese intercambio, el desenlace. Cómo puedo hacer para no ayudar nunca más a nadie.

Las araucarias

En cierta pieza genérica
cierta cama demasiado nueva
mientras los otros en otra ciudad
me doy cuenta de que no puedo mejorar
el trato con las cosas que hay acá
no puedo mejorar el trato con los ladridos
que resuenan entre un auto y otro
no puedo llevarme bien
con el agua que corre en la cañada
no puedo hacer de estos momentos
un despojo natural del sueño
y me pregunto a cuánto equivale la distancia
que hay entre los ruidos de esta calle
y los silencios de aquella esquina
a cuánto equivale tener que seguir mirando
una cortina a cuadros, que ni el viento mueve
a cuánto equivalen las ganas de apilar cuerpos
adentro de esta pieza
la intención de verlos sonriendo
mi intención de vivir escapando
la certeza de elegir el lugar triste
el frío, la congoja
a pesar de saberlo
no puedo llevarme bien
con esta manera del deseo
sabiendo que siempre hay elecciones de por medio

19.3.07

Si te gusta blanda, te mato


Papel araña

Hace unos días mi madre me regaló un nuevo teléfono celular, y me lo mandó por encomienda, en un colectivo. El nuevo teléfono tiene memoria interna, cámara de fotos, recordatorios, sonidos polifónicos, radio FM, batería de larga duración. Tiene una opción para desviar las llamadas cuando me quedo sin batería, para que suenen, por ejemplo, en otro teléfono que esté cerca. Tiene browser: puedo navegar por internet. Puedo ponerle la voz de Homero Simpson para que suene así: ahora, gracias a un cable USB que trajo, escucho los mensajes con la voz de Homero que dice "Flaaaaaandeeeers, Flaaaaaandeeeers..."; "Qué!"; "Flaaaaaandeeeers, Flaaaaandeeeers..."; "Qué!!!"; "Jojo, pon atención, ya te hice voltear". Dicen que es el teléfono más elegante del mercado. Y puedo mandar mensajes multimedia.
Mi madre me lo despachó adentro de una caja de zapatos, y la caja fue forrada con papel araña. Azul. Brilloso. Impecable.
A la caja de zapatos la tiré. Al papel lo dejé varias horas sobre el sillón, doblado. Miré el teléfono y el papel. Imaginé a mi mamá comprando un metro de papel araña, en una librería oscura, con el teléfono sin estrenar en la cartera. El teléfono y el papel. El teléfono y el papel que usaba cuando iba al primario para forrar los cuadernos, con las telas de araña que luego dirigían las líneas de la birome que contorneaban esos círculos concentricos, con lápices Faber Castell y cartucheras de dos pisos, de las que salían lupas y reglas y tenían incorporado el sacapuntas, un cajoncito, imanes para las tapitas que chasqueaban al cerrarlas. El télefono celular más elegante del mercado con posibilidad de incorporarle un tono MP3 y el papel araña color azul, grueso, brillante y opaco, atemporal, difícil de manipular.

5.3.07

Ingresar bolillas

Qué hijo de puta, salió el 22
pensé, y me ganó la dialéctica quinielera
tomé otro trago, desnudé a otra chiquita
como al pasar, con los ojos secos
y me sentí un muerto que trabaja
para el lenguaje de los símbolos
a los huevos decidí tocármelos
recién al cambiar de posición
y me dije que con la locura, el doble cero
el catorce y quince, y el cuarenta y siete
lo único que puedo armar es
un correcto documento de identidad
nunca un premio que salga a la cabeza