26.6.06

Máximas

nº 1
Toda mina que esté buena deberá ser, obligatoriamente, prima de alguien.
nº 2
Zorreguieta.
nº 3
Todo piloto de guerra norteamericano deberá tener, a un costado del panel instrumental de mando, una foto con los integrantes de su familia. Todos los integrantes, sin excepción, deberán sonreir en la foto.
nº 4
Cuarenta por hora en calles de la ciudad. Hasta ciento veinte en autopistas.
nº 5
El día 30 de junio de 2006, uno de cada seis argentinos que siga el partido frente a los alemanes por televisión, morirá de un infarto. Jürgen Klinsman quedará vivo e irá a saludar a José Pekerman al final del partido, pero éste no le dará bola.

23.6.06

20 años


Ayer se cumplieron 20 años de la pisada, el giro, el avance sobre patines y no botines, los amagues, 20 años de haberlo visto a Valdano sobre un costado sin que el mismo Valdano lo supiera, de la llegada al área, de Peter Shilton comiendo pasto, del toque final. De esa carita.
20 años de un gol que, según José Sanfilippo, fue en contra, punteado a la red por el último defensor inglés. Algo de cierto puede haber, sin embargo, en la teoría de Sanfilippo: ése, sin duda, fue el último defensor inglés. No se puede seguir citando "defensores" a la selección de Inglaterra después de que hayan visto pasar a un gordito, tan chiquito, volando bajo. Si es que lo vieron.

Ayer Víctor Hugo Morales contó en un reportaje que, con la mano derecha, tuvo que abrirse el puño izquierdo para soltar el micrófono, después del relato. Siguió el inicio de la jugada, la relató, gritó el gol en medio de un llanto y luego tuvo que ayudarse con un mano para abrirse la otra, para aflojar esa tensión definitiva que un mediocampista de un metro sesenta y ocho le había causado.

21.6.06

Condonación de deuda

Máximo estaba sentado en su escritorio cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Eso es lo primero que hay que decir. Lo segundo es que estaba concentrado en una tarea bastante especial: había encontrado el momento para hacer la lista, un sábado cualquiera, sin sacarse el pijama, sin siquiera encender la radio o la computadora. Podía escribirla. A la lista. Lo tenía pensado desde meses atrás. Desde junio, o principios de julio en adelante, cada vez que terminaba una sesión de psicoterapia, empezaba a imaginar la construcción del último documento, calculaba la redacción precisa con los nombres en mayúsculas y si era posible tinta negra, para no perder ningún detalle, cada nombre pegado al margen izquierdo de la hoja hasta formar una columna vertical, cada nombre repetido con una letra posterior ―la primera del apellido, en la mayoría de los casos― para evitar confusiones y distinguir a cada persona. Sólo le faltaba recorrer todos los ejemplos, como hacía en las caminatas, evaluarlos, y ejecutar. Estaba en el escritorio, justamente, detallando los nombres, cuando sonó el timbre.
Algunas decisiones siempre fueron, para él, mucho más complicadas que otras. Todavía no podía acostumbrarse a enfrentar todo con un mismo nivel de dramatismo. Es decir, el más bajo posible. Esa era la clave de su tratamiento. Aprovechar el final del año. Eliminar de un tirón parejo toda la angustia acumulada, y despejar el camino. Anotar en un papel (esto lo pensaba él, no la psicóloga, mientras caminaba de la terapia hasta su casa) los nombres de las personas prescindibles en su vida. Los nombres de todos los que ya no servían, o que en realidad nunca habían servido. Todos aquellos que, aún forjando el máximo esfuerzo posible, podían confundir su intervención con la de cualquier mueble hogareño. Todas las personas a las que, en el supuesto caso de que se produjera una catástrofe natural y la consecuente evacuación del mundo, podría saludar desde la ventanilla de turno, con una combinación lenta de sonrisa y movimiento de dedos.
Anotó, en los últimos renglones:
EDUARDO
PABLO P.
JAZMÍN
GRACIELA
MIGUEL y MICAELA (V)
PABLO F.
LULA
CRISTIAN
GABI, GABI, GABI
Y segundos después de mirar por la ventana, acomodar la lapicera, golpear tres veces la madera del escritorio y enfrentar nuevamente el papel, sonó el timbre. Tenía el impulso justo y los dos nombres que seguían. Los mejores. Antes de anotar, con la mejor tinta posible, PAPÁ Y MAMÁ, lo interrumpió el chillido.
Tardó un instante en asimilar el ruido y levantarse. Se demoró porque no pudo entender esa sincronización estúpida, innecesaria, de los hechos.
Corrió la silla hacia un costado y caminó unos pasos, hasta el aparato. Levantó el tubo y con la vista clavada en la pared hizo la pregunta.
―Quién es.
―Sí buenos días, el afilador de cuchillos y tijeras…
―¿Cómo?
―El afilador de cuchillos, y tijeras…
―No, está bien, le agradezco ―dijo.
―Pero vamos, un cuchillo, tijera, ¡le afilo lo que usted quiera!
Pensó en acercarse hasta la lista del escritorio y escribir la palabra AFILADOR, debajo de los nombres. Pero no lo hizo porque también tendría que anotar al resto de los practicantes de oficios. Podían llenar la lista, y hasta quitarle todo el sentido. También existía la posibilidad de escribir sólo esa palabra una vez colgado el tubo.
―Le dije que no, muchas gracias.
―Pero dale, pendejo, no seas rata, un cuchillo, algo ―dijo la voz del portero.
Hubo un instante de silencio.
―Pero por qué no me afilás ésta, pelotudo ―contestó Máximo, con acento en la letra Te.
Colgó enseguida. Y se quedó callado.


Pocos minutos después, desde su posición en el escritorio, escuchó el sonido de uno de los ascensores llegando al piso, el áspero abrir y cerrar de la reja corrediza, un golpe violento en la puerta de entrada. Golpes de patadas.
Escuchó gritos en el palier y sintió las sacudidas en la madera. Las patadas se sucedieron cada vez con más fuerza. “La puta madre”, pensó. “Justo ahora. Alguno lo dejó entrar sin preguntarle nada”.
―Abrí la puerta, puto de mierda ―se escuchó desde afuera.
Despegó rápido la espalda de la silla. Dejó la lista sobre el escritorio sin haber anotado los nombres que necesitaba y miró el teléfono, apoyado sobre un estante de la biblioteca. Pensó en llamar. Levantó el tubo pero no supo qué hacer, nunca pudo memorizar los números de emergencias. Las calcomanías se habían gastado, se leía “bomberos policía ambulancias” pero los números estaban borrosos.
Marcó 110.
Después se acercó hasta el portero eléctrico y probó con el botón que suena en la sala del encargado. No contestó nadie.
―Abrí, puto, que te voy a afilar la cara a trompadas.
―Cómo entraste ―le preguntó―. Quién te dejó subir.
―Que te importa, puto, abrí que te mato ―dijo el afilador.
Recién entonces comenzó a repasar lo importante, todos los datos que había resumido y sacado en limpio durante el año entero de tratamiento psicológico. Se situó en el tiempo: viernes 28 de diciembre, tres de la tarde. Lugar: su casa. Sintió que era un momento señalado para enfrentar la lucha contra las preocupaciones. Y que tampoco podía hacer mucho para evitarlo.
Caminó hasta la cocina y de un cajón sacó un cuchillo grande, de hoja bien ancha y pulida. En una lata sobre la alacena buscó una tijera costurera. Después volvió hasta su lugar, con las manos armadas, y recorrió ­con detalle cada una de las paredes del departamento. Decidió abrir la puerta. “Voy a abrir la puerta”, se dijo.
Giró la llave con un solo movimiento y tiró del picaporte.

El afilador estaba demasiado compenetrado en las patadas como para calcular esa agilidad en la respuesta. Se sorprendió al verlo. Retrocedió unos pasos hasta la puerta del ascensor, pero siguió gritando. Nunca dejó de decir “puto de mierda”.

―Ahora vení vos, forro, vas a ver cómo te ensarto y cagás fuego acá mismo ―dijo Máximo inflando el pecho, con los metales de punta.
El afilador retrocedió aún más, hasta el centro del palier. Bajó los brazos e insinuó hacer una pausa para pedir calma, pero fue sólo una táctica de despiste. Sorpresivamente se lanzó hacia delante y le pegó una trompada en la boca. Estuvo a punto de dormirlo. El golpe fue directo, con ruido seco incluido. Máximo aflojó las rodillas y dejó caer el cuchillo y la tijera. Se le disolvió la tensión de las manos. Perdió el equilibrio contra una maceta pero nunca tocó el suelo, lo que le permitió incorporarse y volver a la carga. Se trenzaron en un forcejeo a través del pasillo: rebotaron contra las paredes, alternaron gritos con mordidas en las orejas, hasta que los detuvo la puerta de otro departamento al final del palier. El departamento B, del catamarqueño Miguel y su novia Micaela.

Miguel, que siempre fue simpático, corpulento y macizo, estaba en la lista.

Miguel abrió la puerta después de escuchar el estruendo y se encontró con la riña que se le venía encima.
―Qué pasa, mierda ―dijo.
Empujó sin dificultad los cuerpos enmarañados, hacia la otra punta del pasillo, y pudo ver cómo el afilador ahorcaba a su vecino, con las manos haciendo de tenazas sobre el cuello angosto. Máximo estuvo a punto de caer desplomado.
―Así que sos vos, pedazo de hijo de una gran puta ―dijo Miguel, y caminó hasta donde forcejeaban para separarlos―. Ahora sí que te agarro ―dijo.
Separó a Máximo con un cachetazo paternal y se ocupó del afilador, que ni siquiera alcanzó a inhalar un soplo de aire para emitir un último quejido de defensa. Lo sostuvo del cuello con una mano y con la otra le desfiguró la cara, contra la puerta placa del ascensor.
―Pará, Miguel, pará ―dijo Máximo.
El afilador perdió la conciencia pero nunca dejó de recibir golpes. Los ojos se le desorbitaron y se tiñeron completamente de blanco.

Máximo estuvo admirando en silencio el recorrido y la explosión de cada golpe como si transcurrieran detrás de un vidrio y en cámara lenta. Pensó en agradecerle a Miguel: pensó en confesarle que sin su ayuda hubiese perdido la vida. Tuvo ganas de llorar. También se imaginó sonriendo desde el suelo con la boca llena de sangre y diciendo “Dejálo, Miguelito, ni este tipo ni nosotros, en definitiva, servimos para nada. Somos absolutamente prescindibles”. Pero no lo dijo, por dos motivos. En parte porque la frase era demasiado complicada como para interrumpir el salvajismo de un vecino. Y de esa interrupción se desprende la consecuencia: el miedo inevitable de que Miguel no la entienda.

―Pará querido, por favor, lo vas a matar ―dijo Máximo con la voz tomada.
Miguel lo miró de reojo, respiró unos segundos, y aflojó la mano del cuello. El afilador cayó a sus pies, desvanecido. Como un pájaro muerto.
Lo miraron desde arriba, abandonado sobre los mosaicos ocres y opacos, mientras uno recuperaba el aire de la embestida y el otro lo necesario para respirar con normalidad. También miraron las esquinas del palier, el rectángulo del ascensor, las bolsas acumuladas de la basura, las puertas abiertas de los departamentos.
Se miraron entre ellos sabiendo que alguno tendría que sacar el cuerpo inmóvil a la calle y dejarlo junto a la tradicional bicicleta, sin ningún tipo de ayuda.
Se miraron a los ojos.
―Te tengo que decir algo ―le dijo Máximo. Apretó bien fuerte los párpados y con las palmas todavía húmedas quiso hablar. Pero no pudo. Antes de que lo haga, Miguel le hizo una seña con su dedo para que se calle; apoyó el dedo sobre sus labios carnosos, y le dijo que no se preocupara.
―No te preocupes ―le dijo.
Tenía el dedo índice bañado en sangre, al igual que toda la mano derecha. Sin querer se ensució la boca. Después soltó una pregunta:
―¿Vos tampoco le pagaste, no?

Máximo ni siquiera pudo contestarle eso, sencillamente se dio cuenta de que no podía hablar. No le vibraban las cuerdas vocales. Sólo emitía algo así como un soplido hueco: una brisa que se interna o escapa de un tubo plástico.
Se imaginó una puesta en escena de lo que sería el fin del mundo. Una tormenta letal en el centro de la ciudad, un colectivo parado sobre la vereda de la Plaza de la Intendencia, frente a la Municipalidad. El colectivo cargando a los futuros sobrevivientes, o mejor dicho, cargando a quienes por una decisión arbitraria y anónima se podrían salvar. Se imaginó en un asiento junto a la ventanilla, con su terapeuta a la izquierda, cerca del pasillo. Con Luciana.
―¡Enano! ¡Tampoco le pagaste! Quién lo hubiera dicho, Enano cagador ―gritó Miguel, con los dientes un tanto amarillentos y los labios sucios de sangre―. Mirá cómo te dejó el cuchillo de lindo ―saltó las piernas flojas del afilador y levantó el cuchillo del suelo― brilloso, lo dejó, y tampoco le pagaste. Hiciste bien. A mí me venía reclamando por un Tramontina de mierda. Y encima te toca el timbre justo a la siesta, no te da tiempo ni para ponerte los…
Máximo se imaginó, por último, sentado junto a Luciana, la terapeuta, el colectivo arrancando, hordas de gente corriendo tras el ruido del motor, y Miguel colgado de la ventanilla, intentando romper el vidrio con su puño derecho y diciendo “Yo me voy con vos, yo te saqué de ésta y ahora nos vamos juntos”. Luciana abandonando toda su mesura profesional y avisando a grito pelado “¡Chofer, hay un tipo colgado que quiere entrar!”. Se imaginó en medio de esos gritos, mirando a Miguel del otro lado de la ventanilla, con el ómnibus en movimiento, y rogándole, a centímetros, “Bajáte, por el amor de dios, dejános tranquilos y te saco de la lista”. Después sintió una mano pesada apoyándose sobre su hombro, y cerró los ojos.
―En serio te digo, hiciste bien. Éste no te da tiempo ni para ponerte los pantalones ―repitió Miguel―. Lo único que te pido es que me prestes un poco de azúcar porque allá tengo unas frutas y no me queda nada ―dijo, y caminó sin pedir permiso hasta el departamento de Máximo. Cruzó la puerta de entrada y se internó en la cocina para explorar la despensa.

Máximo lo acompañó en silencio. Una vez adentro volvió a sentarse en la silla del escritorio, frente a la lista. Miguel siguió hablando de las frutas mientras revisaba las cosas.

Sostuvo la lista, el papel con los “extras de la vida”, y buscó el lugar que hasta ese momento había ocupado Miguel, junto a Micaela. Repasó en los últimos renglones la letra ve entre paréntesis, y tachó el nombre completo. Tachó con fuerza.
Miguel encontró un paquete de azúcar y al cruzar el living lo sorprendió tachando.
―¿Qué estás haciendo, Enano?
―Nada ―contestó Máximo.
―Bueno, gracias igual por la gauchada ―dijo Miguel desde la puerta―. Después sacá esta bolsa de huesos para que no joda en el pasillo ―dijo.
Y se fue a su casa.
Ya tenía el cuchillo grande, ancho y pulido, escondido bajo el brazo.

16.6.06

Nos multiplican



―¿Ves? ―le explica Giselle a Emma, sobre la mesa del comedor diario, llorando. Al libro lo aprieta con tres dedos mientras su codo, por causa de la emoción, tiembla―. ¿Te das cuenta? Esto es lo que a mí me despega. Estas cosas. Pensar que cuando alguien escribe algo lo hace para soñar, para romper un molde. Lo hermoso de todo esto es cómo pensó las historias, fijate. Los mensajes. Aunque no parezca acá están las personas que una trata todos los días ―dice.
―Claro ―responde Emma.
Detrás, sobre la mesada de la cocina, Rita combate el sopor de la tarde y pliega un paño amarillo para repasar los azulejos, con la lentitud necesaria como para que ese solo movimiento absorba los minutos que le restan al día. De vez en cuando gira disimuladamente la cabeza con la intención de capturar los detalles del diálogo: hace ya unas horas que el sol rebota oblicuo a su lado y sin embargo no aparecen detalles dignos de perder la atención. “De qué estarán hablando”, piensa. “Quién será el que escribe”, se pregunta. “¿Estará embarazada de nuevo?”, sospecha. “Por favor, no. Otra vez el mismo quilombo”.
Giselle hace una pausa para seguir recorriendo el libro con los dedos, como si sólo pudiera reconocerlo en el tacto, y Facundo, cansado del calor y de la casa, grita a un costado de las sillas porque —según dice— tiene que comer algo dulce. Camina hasta la habitación y al volver golpea un camión de juguete contra la pared del pasillo. Rasguña después el brazo libre que lo ignora y grita “Mamá, compráme un camión, Mamá. Escucháme. Un camión de verdad. Como el de la vereda”.
Es entonces cuando comienza el problema.
Rita escucha el pedido e inmediatamente se paraliza. Duda unos segundos entre investigar o permanecer quieta contra el borde de la cocina, hasta que decide soltar el paño amarillo y salir a la calle. Alcanza la puerta de entrada luego de interrumpir un instante de la charla y al abrirla encuentra un camión, sí, de carne y hueso, durmiendo su propia siesta bajo la sombra que la casa de Emma, desde el frente, proyecta sobre el asfalto. Hacia los costados no distingue sonidos ni movimientos. La cuadra está desierta. Repite una segunda barrida, desconfiada, desde una esquina a la otra, y recién después pisa la vereda, cruza la calle y se detiene frente a los dos o tres escalones que permiten en cualquier camión trepar hasta la manija de la puerta. Acaricia la chapa: “le falta respirar”, piensa.
Luego vuelve, en silencio, a la quietud del comedor, y entre suspiros dice “Es verdad, señora. Hay un camión estacionado afuera”.
―No te preocupes, Rita ―le responde Giselle, sin mirarla―. Es de un vecino de la esquina ―dice.

■■■

“Pero cómo puede ser que nunca se haya hablado de esto”, piensa Rita, y resopla. Facundo la mira un instante y ella le devuelve, desde la mesada, un gesto mudo pero bien forzoso: estira la boca todo lo que puede hacia los costados y afina los ojos hasta casi cerrarlos, para demostrar con un solo movimiento el enojo que tiene encima. Lo hace bastante bien. Facundo se queda quieto y los ojos de Rita se achinan como puñaladas en un recipiente metálico, paralelos a la boca, horizontales, y ahora él también está enojado, y quiere manejar un camión lo antes posible, sin excusas. Quiere un camión. Su mamá se emociona al conversar con una vecina mucho más vieja que ella pero no se da por enterada; le regalan un libro, en este caso, y llora. Rita tampoco puede hacer más de lo que hizo. Ayudó con su atención pero sigue limpiando mal, dejando marcas de tierra. Emma, la señora vieja, toma mate y escucha. No puede esforzar la rodilla que dice tener operada porque se cae.
Piensa, Facundo, que a esa hora y con tanto calor sólo un varón sería capaz de ayudarlo. Un varón como su papá, pero que no trabaje tanto. O un varón como Sergio, el otro hijo de Emma. El hermano flaco del escritor. Un varón que, según la señora vieja, no se dedica a la escritura pero sí a malgastar rollos de fotos, y tiempo. Le saca fotos a cualquier cosa.

Ya en el living, Facundo corre la cortina de la ventana que da a la calle y localiza a Sergio, aunque parezca mentira, tirado bajo el acoplado del camión, con su máquina de fotos colgando. Posición perfecta. Después mira hacia adentro, abrumado por la casualidad, para rastrear las voces de su mamá y la señora: no las ve, pero las escucha. También escucha a Rita lavando en la pileta.
Gira con lentitud la llave, casi con el cuidado de un adulto que vuelve fuera de horario a su casa, y la puerta se abre, milagrosamente, sin hacer ruido.
Es entonces cuando avanza el problema. Está libre, en la vereda.

■■■

―Eso es lo que me pone así, Emma, me emociona ―repite Giselle―. Yo daría cualquier cosa por tener un hijo escritor. ¿Te lo imaginás de grande al Facu, con un cuaderno y los anteojos? ―Giselle se inclina para ubicarlo entre la mesada y las sillas, pero no lo encuentra―. Qué bárbaro. Si yo recibiera un libro de mi hijo creo que caería redonda, te juro, acá sobre los pies de Rita ―dice, y Rita, de espaldas, sonríe.
Facundo, entretanto, completa la maniobra. Mira hacia los costados con la dedicación de un detective, como si hubiese visto centenares de películas, y cruza la calle. Camina apurado hasta los últimos ejes del acoplado y se arrodilla junto a las ruedas, dentro del amplio dibujo que delimita la sombra.
―Hola Facu ―saluda Sergio. Está por sacar una foto. Tiene la panza y los codos apoyados sobre el asfalto y el dedo índice rozando el obturador―. ¿Qué hacés acá? ¿Te dejaron?
―Shhh ―contesta Facundo―. Shh. Quiero subirme.
―Adónde.
―Arriba.
Sergio suelta la cámara, la deja colgando del cuello.
―No, preguntále a tu mamá. Es muy peligroso eso.
―Ella me deja ―dice.
Lo dice con un gesto grave, convencido.
―Si querés te saco una foto para que le regales a una amiguita ―insiste Sergio.
Facundo no dice nada. Se queda inmóvil, mirándolo.
―Quiero el camión, quiero manejar el camión ―pide después. Se deja caer boca arriba, junto a las últimas ruedas, y hace un ruido agudo, simula el inicio de un llanto. Estira todo lo que puede las piernas para buscar algún punto de contacto y sin querer, con una zapatilla, roza la inmensidad de un neumático. Levanta rápidamente las dos suelas para apoyarlas sobre la circunferencia y empieza a practicar pasitos cortos sobre el dibujo de caucho, respetando las líneas y los quiebres, desde abajo hacia arriba.
―Dale, abrilo ―vuelve a pedirle a Sergio. Hace presión con los pies, desde el suelo, y pone cara de hacer mucho esfuerzo, aunque el neumático lo triplique en tamaño.
―Bueno pará, correte de ahí ―dice Sergio―. Ponete al costado.
―Si no lo abrís lo muevo ―dice Facundo.
―Bueno traé a tu mamá, entonces.
―No quiero.
―Pero no seas sonso, Facundo, hay que encontrar al dueño. Te van a sacar de los pelos, ¿no te das cuenta? Sos muy chiquito.

■■■

Giselle vuelve a inclinarse sobre la silla y le pide a Rita que controle el agua del mate, aunque en realidad mucho no le importa: está pensando en letras y oraciones, en manojos de lápices, en presentaciones públicas.
Rita sabe que es el momento indicado para dejar todo a medio hacer. El chico, a dios gracias, no está. No hay gritos y la patrona está emocionada. Sabe que en el horno hay grasa vieja, que en el baño faltan retoques, recuerda la ropa mal acomodada en las perchas. Pero es su única oportunidad: según lo que escucha, es prácticamente imposible que reciba en esas condiciones alguna reprimenda. Por eso cambia la postura, tararea una canción, y se desliza sobre las baldosas con movimientos falsos. El sol ya se está escapando de la cocina. Le falta poco para irse.
―Yo cuando era chica quería ser viajante, Emma.
―¿Viajante? ―repite Emma.
―Sí. Me fascinaba la idea de cargar un auto y salir a la ruta, encarar para Mar Chiquita y después al norte, o a donde me llevara el viento, no sé. Quería no tener un lugar. Capaz que ahora, sin pensarlo, una hasta podría… acostumbrarse ¿no? ―dice Giselle, llorando y sonriendo a la vez.
Su cara parece la de un campo filtrado por el sol, a segundos de recibir la lluvia. Los ojos con el aviso de la humedad previa; el olor a tierra mojada mezclado con las primeras brisas, las nubes opacas pero sin tapar los restos sueltos de luz. Y Emma, entonces, lo nota: la escucha, palabra por palabra, y disfruta de ese instante preciso en que cada lágrima se tensa hasta soltarse.

■■■

El dueño del camión acompaña a Sergio hasta la cabina y le abre la puerta del lado del conductor, mientras Gustavo, el papá de Facundo, estaciona el auto frente a su casa.
Gustavo trata de reconocer las voces en la otra vereda. Se inclina sobre el asiento del acompañante y reúne todas las carpetas que debe bajar. Facundo, sentado en el hueco interior de una de las llantas, juega a esconderse de todos los que ahora lo molestan. Golpea la punta de eje con un palo que encontró tirado y puede encajarse contra la pared interna de la llanta, pegando la espalda contra la circunferencia y flexionando las piernas. Apoya el palo contra el asfalto cuando pierde el equilibrio, para no caerse de la rueda. Pero cuando escucha las voces de Sergio y el dueño del camión, charlando junto a la cabina, trata de hacerse una bolita lo más pequeña posible y logra esconderse dentro en la llanta, para estar en guardia.
―En realidad el que me pidió esto fue el chiquito del frente ―dice Sergio. Se agacha un instante, junto al cordón, para mirar entre las ruedas. Pero no lo encuentra. Sólo alcanza a ver el auto de Gustavo, estacionado en la otra vereda.
―Ahí está el padre ―dice Sergio―. Se lo debe haber llevado adentro.
Gustavo deja sus cosas sobre el techo del auto y camina hasta la trompa del camión. Lo único que no abandona es el saco. Lo lleva en un antebrazo, doblado por la mitad. Con la mano libre golpea los faros, grandes como pantallas, y luego se ubica junto al panel de la puerta, frente a la escalera.
―Buenas ―dice―. Pedazo de bicho te montaste, nene.
―Si quieren podemos dar una vueltita ―ofrece el dueño.
Gustavo lo mira.
―Está bien, no se preocupe, si vengo a saludar nomás.
Sergio, desde arriba, se aferra al volante sin desviar la vista del tablero.
―¿Puedo yo? ―pregunta―. ¿Se puede manejar?
El dueño lo mira.
―Pero es difícil. Hay que saber tratarlo.
―Manejé uno idéntico en el depósito del supermercado ―insiste Sergio.

El dueño del camión suspira y, después de hacerle unas preguntas, lo aprueba. Gustavo, el papá de Facundo, escala la cabina con dificultad y se acomoda cerca de la ventanilla opuesta, con el saco sobre las piernas, para dejar un tercer espacio en el centro. Sergio, una vez reacomodado, controla los relojes del tablero y cierra la puerta.
―Tomá ―le explica el dueño, sentado en el medio―. Girá la llave los primeros tres puntos del tambor y apretá el botón colorado, dos segundos.
Sergio lo hace y el motor se enciende.
Toda la cabina comienza a temblar. Las manos de Sergio tiemblan; el acoplado se sacude con fuerza y los vidrios de las casas también retumban. Rita, desde la ventana del living, escucha el bramido ensordecedor del camión y asoma la cabeza.
―¡Señora! ―alcanza a gritar, con la boca inclinada hacia un costado―. El camión.
―No importa, Rita. En serio. Es de la esquina.

■■■

―Es eso, Emma ―termina Giselle, y se limpia con los dedos las últimas lágrimas―. Es la emoción de saber que alguien se preocupa por lo que importa, que no hace falta mirar y copiar a todos los mediocres que andan dando vueltas. Nosotras no entendemos que las cosas son simples; mucho más simples de lo que cualquiera se imagina. Este libro tiene algunos cuentos raros pero para vos vale oro, Emma. Oro en polvo. Acá se nota que tu hijo va a llegar lejos ―dice Giselle.
Y Rita, entonces, gira rápido la cabeza y sólo escucha. Abandona el roce de la cortina y queda encogida sobre la alfombra, de espaldas a la calle, entre el desorden de los almohadones y el desparramo de los juguetes. Es lo único que puede hacer. El ruido del camión corta toda la tarde y las mujeres, en la mesa, hablan de aprovechar el tiempo, de las oportunidades, y hablan hasta de la muerte. Coinciden, ya en los últimos mates, en que sólo los hijos logran estirar la vida. Dicen que los hijos, aunque sea, nos multiplican.

9.6.06

HUMOR MUNDIAL 1


Para que todos tengan

(Este es un gran texto de la Revista Barcelona)


-¿Si te digo Angola?
-¡Chupame las bolas!

-¿Si te digo Irán?
-¡Por el culo te la dan!

-¿Si te digo Portugal?
-¡Te la pongo igual!

-¿Si te digo República Checa?
-¡Sorbé hasta que quede seca!

-¿Si te digo Brasil?
-¡Tragate este misil!

-¿Si te digo Argentina?
-¡Saludame la gallina!

-¿Si te digo Japón?
-¡Enjuagame este tampón!

-¿Si te digo Trinidad y Tobago?
-¡Sacala que sino me cago!

-¿Si te digo Holanda?
-¡Chupala ahora que está blanda!

-¿Si te digo Arabia Saudita?
-¡Chupala ahora que está blandita!

-¿Si te digo Croacia?
-¡Chupámela pero con más gracia?

-¿Si te digo Túnez?
-¡Te la pongo el sábado y te la saco el lunes!

-¿Si te digo Suiza?
-¡Masticate esta longaniza!

-¿Si te digo Ghana?
-¡Te la pongo a vos y después a tu hermana!

-¿Si te digo Estados Unidos?
-¡De mi gallina sos el nido!

-¿Si te digo Francia?
-¡Te empomaré con elegancia!

-¿Si te digo Ucrania?
-¡Te la ensarto con saña!

-¿Si te digo Suecia?
-Te culearé sin anestesia.

-¿Si te digo Paraguay?
-¡Te empernaré hasta que digas ay!

-¿Si te digo Italia?
-¡Esta jeringa el dolor te palia!

-¿Si te digo Australia?
-Esta jeringa ese dolor también te palia!

-¿Si te digo Corea?
-¡Chupeteame la que mea!

-¿Si te digo Alemania?
-¡Es tu orto el que me extraña!

-¿Si te digo Togo?
-Abrí grande que te ahogo.

-¿Si te digo Serbia y Montenegro?
-Si te duele yo me alegro.

-¿Si te digo Polonia?
-La tengo dura como momia.

-¿Si te digo Inglaterra?
-¡Te abotono cual mi perra!

-¿Si te digo Costa Rica?
-¡El que traga no salpica!

-¿Si te digo Ecuador?
-¡Te lo rompo con dolor!

-¿Si te digo Costa de Marfil?
-Te dejaré el orto como el de un mandril.

-¿Si te digo España?
-¡Saboreame la lagaña!

-¿Si te digo México?
-Vení que te rompo el culo.

8.6.06

COBERTURA MUNDIAL 1



Por dios. A quien lea esto le aconsejo prender el televisor después de la medianoche, y sintonizar la señal progresista deportiva Fox Sports, esos que "ponen todo". Allí podrán encontrar uno de los tantos programas sobre el mundial, distinguido no sólo por el horario sino por sus conductores. Es necesario tener en cuenta que cuando aquí, en la tierra de Lionel Messi, es medianoche, en Alemania son por lo menos las cuatro de la mañana, sino cinco. A esa hora conducen el programa en cuestión el doctor Carlos Salvador Bilardo y el ex delantero Héctor Bambino Veira.
Bilardo y el Bambino hablan con un león. Tienen un león junto al escritorio de color dorado y marrón, creo, al que le hacen chistes, lo amenazan, y lo agreden. Ayer, el Bambino le pegó cuatro o cinco cachetadas. Y luego de pegarle, se ríe, y lo amenaza constantemente: le dice "mirá que te doy un piñazo". Bilardo intenta frenarlo: lo agarra al Bambino de los brazos y le dice "pará, pará, que en el fondo es bueno". Al león le apoyan sobre su garra izquierda tres o cuatro fibrones gruesos, que a su vez están a mano para marcar la pizarra táctica de Bilardo. Entonces el doctor hace chistes, juega y, en momentos sorpresivos, anuncia el "momento femenino" del programa y dice "vamos a enseñarles a las mujeres lo que es un córner". Toma una fibra de la garra del león y le advierte que "no se haga el vivo". Luego el Bambino Veira lo azota en la trompa.
"Acá está el primer palo del arco, y acá el segundo, señora", dice Bilardo, y hace dos círculos rojos en la pizarra con forma de cancha de fútbol. Desde el fondo se ríen los encargados de la producción.
También hay un vidrio con una silueta plástica de Jürgen Klinsman, sonriendo. Una mano anónima desde atrás le permite a Klinsman hacer gestos, y tomar mate, y algún que otro trago.
Bilardo y Veira también joden con Klinsman, y el león, hasta las seis de la mañana en Alemania. Están haciendo el mejor programa del mundial.

2.6.06

Binoculares

(Este texto nació gracias a una anecta del amigo Falco)
No era sólo el hecho de hacer el amor, sino que se estaban enamorando. Pero enamorando de verdad. Néstor, a mi derecha, con el mentón apoyado sobre el marco de la ventana y los binoculares oprimidos contra los ojos, al punto de ocultar hasta las cejas bajo el contorno circular de la goma, nos lo dijo así: escuchen, pelotudos, esto es serio. Se están enamorando. Néstor nos explicó que cuando llegaban al primero de los golpes definitivos el tipo no podía dejar de mirarla, pero con un gesto confuso que –se emocionó al decirlo– nunca antes había visto, y que la chica, mientras intentaba recuperar el aire, hacía lo mismo, se incrustaban con la mirada además de hacerlo con los cuerpos y segundos después se perdían en los vértices de los muebles, en las paredes, sólo para volver a mirarse y, en definitiva, dijo por último Néstor (sus ojos ya estaban finos como puñaladas en una lata) ninguno de los dos entendía nada. No entendían por qué les pasaba eso. A mi izquierda también escuchaban Nito y Carlos con sus respectivos vasos. Y si ahora, terminada la ráfaga, me asomo para ver la pared externa del edificio, en medio de la oscuridad, puedo enumerar las curvas recortadas de las demás cabezas, en casi todas las ventanas de los diez pisos, como lechuzas poco inteligentes adaptadas al espectáculo de la noche pero con movimientos torpes y voces propias. En promedio son dos o tres por departamento. Aunque los del sexto se enciman en varias filas, entre eructos afónicos y risas mal forzadas de mujeres.

El tipo del frente había corrido las cortinas a eso de las doce y media, una vez desprovisto de su remera, y había comenzado a estudiar a la mujer unos minutos más tarde, contra un modular de madera oscura. Carlos descubrió en ese momento la apertura del telón y al mismo tiempo me encontró sorprendido, cuando todavía jugábamos en la mesa, y se arrastró como un soldado para apagar la luz y buscar los binoculares. Néstor entendió lo que pasaba y antes de cualquier disputa se los arrancó de las manos. Ella le respondió con unos besos en el cuello y lo dejó hacer, primero con la pollera, luego con los hombros hasta llegar al pelo, y entonces decidimos arrinconar las sillas para tomar la actual posición, agazapados de izquierda a derecha: Nito, Carlos, yo y Néstor.

Ahora el tipo ha desaparecido del plano hacia un costado, y la chica ha quedado sola y desnuda, esperando contra el modular. Esconde algo de pelo detrás de la oreja e inclina la cabeza hacia la ventana, y nosotros, aun del lado oscuro, escondemos un poco las cabezas. Ella espera y se revisa el vientre con un dedo: lo sube hasta el cuello y desde ahí se roza, entre los pechos, rodea el ombligo, el quiebre donde se inician las piernas, hasta detenerse y repetir el sendero. Es tan frágil y linda que Néstor sin más la entiende, y por eso respira hondo. Pero ya no describe detalles, ni nada. Casi arrodillado, con los muslos temblorosos, se sigue apretando los binoculares contra los ojos.

La chica del frente se recorre entonces para un público anónimo y yo descubro, en la ventana siguiente a la nuestra, el perfil de otra chica aún más bonita, que controla a su vez la espera de la otra mujer como si estuviese en el intervalo de una película. Alcanzo a verla con algunos brillos de la ciudad en el fondo y ella me descubre, unos segundos, y vuelve a mirar al otro lado de la calle. Me mira como si yo fuera para ella un ejemplo fugaz de otra escena íntima. Lo empujo a Néstor y a sus binoculares hacia el centro de la ventana y ocupo su posición, contra el marco de la derecha, para tenerla más cerca. Y ella, con otras luces en los ojos, vuelve a mirarme.

Pero cómo la va a dejar sola, se queja en voz alta, y me sonríe, morocha e inclinada sobre el marco de la ventana. Si está recién enamorada, dice.
(2005)

1.6.06

Raymond Carver y Gordon Lish

Estuve pensando, mientras estudiaba, en la polémica nota escrita por Alessandro Baricco sobre Raymond Carver y su editor, Gordon Lish; nota que publicó Federico Falco en su blog. Estuve pensando, repito, en eso, mientras estudiaba semiótica.
Katherine Kerbrat-Orecchioni dice lo siguiente:
No decir una cosa no significa "ocultarla" si no es con relación a un sistema pautado de expectativas.
Kerbrat Orecchioni (1997). La enunciación. De la subjetividad en el lenguaje. Edicial, Bs. As.