16.6.06

Nos multiplican



―¿Ves? ―le explica Giselle a Emma, sobre la mesa del comedor diario, llorando. Al libro lo aprieta con tres dedos mientras su codo, por causa de la emoción, tiembla―. ¿Te das cuenta? Esto es lo que a mí me despega. Estas cosas. Pensar que cuando alguien escribe algo lo hace para soñar, para romper un molde. Lo hermoso de todo esto es cómo pensó las historias, fijate. Los mensajes. Aunque no parezca acá están las personas que una trata todos los días ―dice.
―Claro ―responde Emma.
Detrás, sobre la mesada de la cocina, Rita combate el sopor de la tarde y pliega un paño amarillo para repasar los azulejos, con la lentitud necesaria como para que ese solo movimiento absorba los minutos que le restan al día. De vez en cuando gira disimuladamente la cabeza con la intención de capturar los detalles del diálogo: hace ya unas horas que el sol rebota oblicuo a su lado y sin embargo no aparecen detalles dignos de perder la atención. “De qué estarán hablando”, piensa. “Quién será el que escribe”, se pregunta. “¿Estará embarazada de nuevo?”, sospecha. “Por favor, no. Otra vez el mismo quilombo”.
Giselle hace una pausa para seguir recorriendo el libro con los dedos, como si sólo pudiera reconocerlo en el tacto, y Facundo, cansado del calor y de la casa, grita a un costado de las sillas porque —según dice— tiene que comer algo dulce. Camina hasta la habitación y al volver golpea un camión de juguete contra la pared del pasillo. Rasguña después el brazo libre que lo ignora y grita “Mamá, compráme un camión, Mamá. Escucháme. Un camión de verdad. Como el de la vereda”.
Es entonces cuando comienza el problema.
Rita escucha el pedido e inmediatamente se paraliza. Duda unos segundos entre investigar o permanecer quieta contra el borde de la cocina, hasta que decide soltar el paño amarillo y salir a la calle. Alcanza la puerta de entrada luego de interrumpir un instante de la charla y al abrirla encuentra un camión, sí, de carne y hueso, durmiendo su propia siesta bajo la sombra que la casa de Emma, desde el frente, proyecta sobre el asfalto. Hacia los costados no distingue sonidos ni movimientos. La cuadra está desierta. Repite una segunda barrida, desconfiada, desde una esquina a la otra, y recién después pisa la vereda, cruza la calle y se detiene frente a los dos o tres escalones que permiten en cualquier camión trepar hasta la manija de la puerta. Acaricia la chapa: “le falta respirar”, piensa.
Luego vuelve, en silencio, a la quietud del comedor, y entre suspiros dice “Es verdad, señora. Hay un camión estacionado afuera”.
―No te preocupes, Rita ―le responde Giselle, sin mirarla―. Es de un vecino de la esquina ―dice.

■■■

“Pero cómo puede ser que nunca se haya hablado de esto”, piensa Rita, y resopla. Facundo la mira un instante y ella le devuelve, desde la mesada, un gesto mudo pero bien forzoso: estira la boca todo lo que puede hacia los costados y afina los ojos hasta casi cerrarlos, para demostrar con un solo movimiento el enojo que tiene encima. Lo hace bastante bien. Facundo se queda quieto y los ojos de Rita se achinan como puñaladas en un recipiente metálico, paralelos a la boca, horizontales, y ahora él también está enojado, y quiere manejar un camión lo antes posible, sin excusas. Quiere un camión. Su mamá se emociona al conversar con una vecina mucho más vieja que ella pero no se da por enterada; le regalan un libro, en este caso, y llora. Rita tampoco puede hacer más de lo que hizo. Ayudó con su atención pero sigue limpiando mal, dejando marcas de tierra. Emma, la señora vieja, toma mate y escucha. No puede esforzar la rodilla que dice tener operada porque se cae.
Piensa, Facundo, que a esa hora y con tanto calor sólo un varón sería capaz de ayudarlo. Un varón como su papá, pero que no trabaje tanto. O un varón como Sergio, el otro hijo de Emma. El hermano flaco del escritor. Un varón que, según la señora vieja, no se dedica a la escritura pero sí a malgastar rollos de fotos, y tiempo. Le saca fotos a cualquier cosa.

Ya en el living, Facundo corre la cortina de la ventana que da a la calle y localiza a Sergio, aunque parezca mentira, tirado bajo el acoplado del camión, con su máquina de fotos colgando. Posición perfecta. Después mira hacia adentro, abrumado por la casualidad, para rastrear las voces de su mamá y la señora: no las ve, pero las escucha. También escucha a Rita lavando en la pileta.
Gira con lentitud la llave, casi con el cuidado de un adulto que vuelve fuera de horario a su casa, y la puerta se abre, milagrosamente, sin hacer ruido.
Es entonces cuando avanza el problema. Está libre, en la vereda.

■■■

―Eso es lo que me pone así, Emma, me emociona ―repite Giselle―. Yo daría cualquier cosa por tener un hijo escritor. ¿Te lo imaginás de grande al Facu, con un cuaderno y los anteojos? ―Giselle se inclina para ubicarlo entre la mesada y las sillas, pero no lo encuentra―. Qué bárbaro. Si yo recibiera un libro de mi hijo creo que caería redonda, te juro, acá sobre los pies de Rita ―dice, y Rita, de espaldas, sonríe.
Facundo, entretanto, completa la maniobra. Mira hacia los costados con la dedicación de un detective, como si hubiese visto centenares de películas, y cruza la calle. Camina apurado hasta los últimos ejes del acoplado y se arrodilla junto a las ruedas, dentro del amplio dibujo que delimita la sombra.
―Hola Facu ―saluda Sergio. Está por sacar una foto. Tiene la panza y los codos apoyados sobre el asfalto y el dedo índice rozando el obturador―. ¿Qué hacés acá? ¿Te dejaron?
―Shhh ―contesta Facundo―. Shh. Quiero subirme.
―Adónde.
―Arriba.
Sergio suelta la cámara, la deja colgando del cuello.
―No, preguntále a tu mamá. Es muy peligroso eso.
―Ella me deja ―dice.
Lo dice con un gesto grave, convencido.
―Si querés te saco una foto para que le regales a una amiguita ―insiste Sergio.
Facundo no dice nada. Se queda inmóvil, mirándolo.
―Quiero el camión, quiero manejar el camión ―pide después. Se deja caer boca arriba, junto a las últimas ruedas, y hace un ruido agudo, simula el inicio de un llanto. Estira todo lo que puede las piernas para buscar algún punto de contacto y sin querer, con una zapatilla, roza la inmensidad de un neumático. Levanta rápidamente las dos suelas para apoyarlas sobre la circunferencia y empieza a practicar pasitos cortos sobre el dibujo de caucho, respetando las líneas y los quiebres, desde abajo hacia arriba.
―Dale, abrilo ―vuelve a pedirle a Sergio. Hace presión con los pies, desde el suelo, y pone cara de hacer mucho esfuerzo, aunque el neumático lo triplique en tamaño.
―Bueno pará, correte de ahí ―dice Sergio―. Ponete al costado.
―Si no lo abrís lo muevo ―dice Facundo.
―Bueno traé a tu mamá, entonces.
―No quiero.
―Pero no seas sonso, Facundo, hay que encontrar al dueño. Te van a sacar de los pelos, ¿no te das cuenta? Sos muy chiquito.

■■■

Giselle vuelve a inclinarse sobre la silla y le pide a Rita que controle el agua del mate, aunque en realidad mucho no le importa: está pensando en letras y oraciones, en manojos de lápices, en presentaciones públicas.
Rita sabe que es el momento indicado para dejar todo a medio hacer. El chico, a dios gracias, no está. No hay gritos y la patrona está emocionada. Sabe que en el horno hay grasa vieja, que en el baño faltan retoques, recuerda la ropa mal acomodada en las perchas. Pero es su única oportunidad: según lo que escucha, es prácticamente imposible que reciba en esas condiciones alguna reprimenda. Por eso cambia la postura, tararea una canción, y se desliza sobre las baldosas con movimientos falsos. El sol ya se está escapando de la cocina. Le falta poco para irse.
―Yo cuando era chica quería ser viajante, Emma.
―¿Viajante? ―repite Emma.
―Sí. Me fascinaba la idea de cargar un auto y salir a la ruta, encarar para Mar Chiquita y después al norte, o a donde me llevara el viento, no sé. Quería no tener un lugar. Capaz que ahora, sin pensarlo, una hasta podría… acostumbrarse ¿no? ―dice Giselle, llorando y sonriendo a la vez.
Su cara parece la de un campo filtrado por el sol, a segundos de recibir la lluvia. Los ojos con el aviso de la humedad previa; el olor a tierra mojada mezclado con las primeras brisas, las nubes opacas pero sin tapar los restos sueltos de luz. Y Emma, entonces, lo nota: la escucha, palabra por palabra, y disfruta de ese instante preciso en que cada lágrima se tensa hasta soltarse.

■■■

El dueño del camión acompaña a Sergio hasta la cabina y le abre la puerta del lado del conductor, mientras Gustavo, el papá de Facundo, estaciona el auto frente a su casa.
Gustavo trata de reconocer las voces en la otra vereda. Se inclina sobre el asiento del acompañante y reúne todas las carpetas que debe bajar. Facundo, sentado en el hueco interior de una de las llantas, juega a esconderse de todos los que ahora lo molestan. Golpea la punta de eje con un palo que encontró tirado y puede encajarse contra la pared interna de la llanta, pegando la espalda contra la circunferencia y flexionando las piernas. Apoya el palo contra el asfalto cuando pierde el equilibrio, para no caerse de la rueda. Pero cuando escucha las voces de Sergio y el dueño del camión, charlando junto a la cabina, trata de hacerse una bolita lo más pequeña posible y logra esconderse dentro en la llanta, para estar en guardia.
―En realidad el que me pidió esto fue el chiquito del frente ―dice Sergio. Se agacha un instante, junto al cordón, para mirar entre las ruedas. Pero no lo encuentra. Sólo alcanza a ver el auto de Gustavo, estacionado en la otra vereda.
―Ahí está el padre ―dice Sergio―. Se lo debe haber llevado adentro.
Gustavo deja sus cosas sobre el techo del auto y camina hasta la trompa del camión. Lo único que no abandona es el saco. Lo lleva en un antebrazo, doblado por la mitad. Con la mano libre golpea los faros, grandes como pantallas, y luego se ubica junto al panel de la puerta, frente a la escalera.
―Buenas ―dice―. Pedazo de bicho te montaste, nene.
―Si quieren podemos dar una vueltita ―ofrece el dueño.
Gustavo lo mira.
―Está bien, no se preocupe, si vengo a saludar nomás.
Sergio, desde arriba, se aferra al volante sin desviar la vista del tablero.
―¿Puedo yo? ―pregunta―. ¿Se puede manejar?
El dueño lo mira.
―Pero es difícil. Hay que saber tratarlo.
―Manejé uno idéntico en el depósito del supermercado ―insiste Sergio.

El dueño del camión suspira y, después de hacerle unas preguntas, lo aprueba. Gustavo, el papá de Facundo, escala la cabina con dificultad y se acomoda cerca de la ventanilla opuesta, con el saco sobre las piernas, para dejar un tercer espacio en el centro. Sergio, una vez reacomodado, controla los relojes del tablero y cierra la puerta.
―Tomá ―le explica el dueño, sentado en el medio―. Girá la llave los primeros tres puntos del tambor y apretá el botón colorado, dos segundos.
Sergio lo hace y el motor se enciende.
Toda la cabina comienza a temblar. Las manos de Sergio tiemblan; el acoplado se sacude con fuerza y los vidrios de las casas también retumban. Rita, desde la ventana del living, escucha el bramido ensordecedor del camión y asoma la cabeza.
―¡Señora! ―alcanza a gritar, con la boca inclinada hacia un costado―. El camión.
―No importa, Rita. En serio. Es de la esquina.

■■■

―Es eso, Emma ―termina Giselle, y se limpia con los dedos las últimas lágrimas―. Es la emoción de saber que alguien se preocupa por lo que importa, que no hace falta mirar y copiar a todos los mediocres que andan dando vueltas. Nosotras no entendemos que las cosas son simples; mucho más simples de lo que cualquiera se imagina. Este libro tiene algunos cuentos raros pero para vos vale oro, Emma. Oro en polvo. Acá se nota que tu hijo va a llegar lejos ―dice Giselle.
Y Rita, entonces, gira rápido la cabeza y sólo escucha. Abandona el roce de la cortina y queda encogida sobre la alfombra, de espaldas a la calle, entre el desorden de los almohadones y el desparramo de los juguetes. Es lo único que puede hacer. El ruido del camión corta toda la tarde y las mujeres, en la mesa, hablan de aprovechar el tiempo, de las oportunidades, y hablan hasta de la muerte. Coinciden, ya en los últimos mates, en que sólo los hijos logran estirar la vida. Dicen que los hijos, aunque sea, nos multiplican.

No hay comentarios.: